Podría considerarse trágico, otra forma más en que la soledad nos invade, pero el proceso de aprendizaje nunca deja de ser social, y la necesidad humana de compartir lo que sabemos, manifestada en este caso en comidas, cierra esa brecha.
Esta semana recibí de regalo un antiguo libro de cocina publicado en Argentina en la década del 60. Su autora, Ketty Georgitsis de Pirolo, quién en su fotografía pareciera que va saliendo a donar sus joyas al nuevo Gobierno Militar, presenta en su obra un compilado bastante didáctico de recetas y recomendaciones respecto a cómo pensar la comida en sociedad. Esto, que por naturaleza constituye un comentario mucho más completo que las infografías blogueras que nos invaden hoy -al igual que esta columna- me recordó mi decisión de aprender a cocinar, y ese primer instinto no fue recurrir a los libros, pese a crecer rodeado de ellos.
Citando a un estudio para confirmar fútilmente lo que mi corazón ya intuye cierto, el Pew Research Center indica que un número creciente de individuos recurren a YouTube para contenido, ya sean noticias, tutoriales o videos para ver bajo la influencia.
En esta era de soledad generalizada, la experiencia de vivir vicariamente a través de estos videos en la falsa comodidad de un futón de 80 mil pesos implica también abdicar espacios sociales y convertirlos en experiencias individuales, con nuevas y extrañas dimensiones.
En este universo de contenido autogenerado cada vez más indistinguible de producciones profesionales, existe un rarísimo subgénero llamado Mukbang, en el cual ciudadanos del Corea abundante comen frente a una cámara sin manifestar comentarios más allá de sus emociones contenidas. Al igual que los videos ASMR con comida, que consisten en generar una sensación física similar a un escalofrío a través del sonido, su popularidad se explica en la soledad de la sociedad, el espacio que la comida hoy ocupa en nuestra cultura y la necesidad no satisfecha de experiencias, en vidas en exceso reglamentadas.
Al comenzar a utilizar mi cocina, no sentí la incomodidad que he notado en quienes no están familiarizados con ella. Sin embargo, mi madre, que cumple con el lugar común de ser la mejor cocinera que conozco, no me enseñó directamente a cocinar. La labor estrictamente didáctica fue delegada a YouTube, que con su infinidad de tutoriales me permitió aprender recetas relativamente elaboradas, no así el conocimiento práctico de cocinar todos los días, algo que toma años y continúa en un optimista proceso que espero no acabe jamás. Mi madre, al decidir renunciar a sus aprehensiones y dominar ese tiramisú que hoy es nuestro fin, igualmente recurrió a YouTube, y hoy nos compartimos tutoriales mientras tenemos conversaciones personales.
Si bien no estoy cómodo con abdicar el rol de la educación práctica a internet, es prudente observar cómo hoy todos, en mayor o menor medida, somos autodidactas en nuestro diario vivir. Podría considerarse trágico, otra forma más en que la soledad nos invade, pero el proceso de aprendizaje nunca deja de ser social, y la necesidad humana de compartir lo que sabemos, manifestada en este caso en comidas, cierra esa brecha y en vez de ver videos coreanos veo a mis amistades y seres queridos disfrutar, y en mi fuero interno me pregunto si no prefiero la opción anterior.
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