La felicidad también está en vivir y comer en libertad, algo que progresivamente en su ímpetu de maximización Junaeb ha, de forma razonable pero trágica, comenzado a olvidar.

Por Pablo Acuña

En 1970, el Presidente Frei Montalva impulsó una reforma constitucional que bajó la edad de votación de 21 a 18 años, además de eliminar el requisito de saber leer y escribir para poder ejercer el sufragio. Tal legislación, un hito significativo en reconocer a las personas en su mayoría de edad como ciudadanos con un fuero interno lo suficientemente razonable como para elegir a sus representantes, es omitida de forma deliberada en otros aspectos. No todo es comparable y tal momento histórico es sólo un punto de referencia, necesario para entender que bajo los ojos del Estado los 18 años de edad significan pleno ejercicio de derechos.

El Estado nos permite votar, beber y ser sometidos al pleno peso de la ley una vez cumplido este arbitrario hito de la mayoría de edad. Es el momento en el cual es esperado de nosotros que abandonemos progresivamente el nido familiar y pasemos a ser individuos productivos en una sociedad cuyo énfasis es la acumulación de bienes por sobre el vivir. Las eficiencias del modelo, exageradas en un extremo y absolutamente inexistentes en el otro, se manifiestan en extrañas contradicciones las cuales hacen ruido, pero omitimos casualmente, de forma no muy distinta que una picazón o el dolor crónico bajo control.

Si bien tiene sus excesos y problemas serios, el sistema neoliberal también ha traído una cantidad extravagante de felicidades mundanas a nuestras vidas. Nos ha permitido explorar el mundo a través de la perspectiva del cliente, con toda la seguridad que aquello implica. Los servicios del Estado también se han ajustado a este modelo, y actuamos como clientes ante ellos, algo que explicaría nuestra frustración hacia sus lentos procesos y dinámicas.

Nada de esto da hambre. Las vicisitudes del modelo económico, aunque interesantes bajo aburridas copas o en los programas políticos matinales, realmente es el dominio exclusivo de académicos y/o especialistas. Lo que sí nos compete, ya que nos fue prometido, es la idea de libertad de elegir. Podemos elegir entre ser clientes del Estado o de entidades privadas, y las políticas subsidiarias también caen bajo este criterio. Los subsidios presuponen que existe un amplio mercado en el cual elegir, y las y los individuos tomarán decisiones racionales. Por este motivo, es curioso considerar como la Beca BAES de Junaeb, la cual entrega una tarjeta a los estudiantes universitarios con un monto fijo mensual para su alimentación, comenzó como un ejercicio en libertad y hoy es todo lo contrario, constituyéndose en un desafío en limitaciones.

La honestidad es importante. Años atrás, también fui beneficiario de la Beca Baes. Específicamente, el último año en que se pudo discretamente comprar alcohol. Los excesos de la época no vienen al caso, no así indicar que efectivamente vivimos nuestra nueva encontrada libertad y mayoría de edad bajo una neblina de ligera ebriedad. Las consecuentes limitaciones de la beca nos llevaron a la comida rápida, y creo que nunca más consumiremos chatarra de esa forma. Los lugares comunes son problemáticos, pero ser joven y tener tarjeta Junaeb en tal periodo era realmente era el mejor y peor de los tiempos.

Hay un argumento razonable en regular el consumo de ciertos productos con los limitados recursos del Estado. Un beneficio cuyo norte es suplementar la alimentación de estudiantes no debería ser invertido en alcohol o en alimentos poco nutritivos, mucho menos abiertamente nocivos para la salud. La Junaeb ha alimentado a millones de estudiantes a lo largo de múltiples décadas, y es tal memoria institucional la que hace que tales decisiones tengan el peso de autoridad que un decreto arbitrario no tendría de otra forma. Hay lógica en estas prohibiciones, no así libertad.

¿Por qué los estudiantes universitarios no son considerados capaces de tomar sus propias decisiones? El objetivo inicial de la beca BAES en su momento fue permitir un mayor acceso a la alimentación de los estudiantes que no alcanzaran a participar de los comedores universitarios.

En este sentido, efectivamente podemos decir que tal política fue exitosa, y los comedores, aunque fundamentales, son parte de un sistema mucho más amplio de alimentación. Sin embargo, el alimentarse implica más que lo estrictamente nutricional. También significa la alegría de un paquete de galletas con los 4 sellos, los cuales a medida que se acumulan significan mayor felicidad. Alimentarse es beber en compañía, liberar los espíritus y olvidar malas notas. Los recursos del Estado, asignados originalmente bajo entregar alimentación y libertad, han lentamente limitado tanto las opciones que el Estado es el último árbitro, algo que sospecho no permitiríamos en otros aspectos de nuestras vidas ciudadanas.

Hay un elemento punitivo en esto. Las fiscalizaciones del alcohol comenzaron luego que la práctica fue expuesta por la prensa, y las limitaciones a los sellos comenzaron con la Ley de Etiquetado, la cual en sí no tiene nada de malo pero introduce a un mercado relativamente libre una serie de informaciones que distorsionan incentivos estrictamente neoliberales. Sería interesante observar las verdaderas cifras respecto a cómo las y los estudiantes realmente invirtieron históricamente el subsidio, y contrastarlas con la narrativa de irresponsabilidad que impulsó tales políticas restrictivas.

Existió en la antigua Unión Soviética un recetario titulado “Libro de comida saludable y sabrosa”, un compilado elaborado en la década del 30 por el Instituto de Nutrición de la Academia de Ciencias Médicas soviética. El libro surgió de la necesidad de maximizar los limitados recursos del país, bajo la dirección de Anastas Mikoyan, Comisario del Pueblo de la Industria Alimentaria. El documento se constituyó como el norte unificador de la noción de nutrición del Estado, que en su manifestación soviética no dejó espacio para la libertad. Es irónico entonces, considerando que todo nuestro modelo está basado en consumidores libres, que en este reducido espacio de política de bienestar, se levanten limitaciones burocráticas con buenas intenciones y resultados, los cuales sin embargo resultan algo tristes. Es prudente retornar a Frei Montalva y sus reformas. Los estudiantes universitarios, aunque aparentemente inmaduros, son efectivamente adultos bajo los ojos de la ley. Pueden beber y comer mal con sus propios recursos, los cuales el Estado reconoce como precarios, y luego los penaliza bajo una dieta de arroz, fideos y legumbres.

La felicidad también está en vivir y comer en libertad, algo que progresivamente en su ímpetu de maximización Junaeb ha, de forma razonable pero trágica, comenzado a olvidar.