Una reflexión acerca del ajinomoto y el “síndrome de restorán chino”.
Por Pablo Acuña
Aunque en sí no inspire hambre, existe un apetito significativo por la idea de lo natural. Desde las ferias con mermeladas artesanales y tomates “verdaderos” hasta las preparaciones de supermercado, las que ostentan no tener preservantes, en nuestra era de lo artificial estos productos pareciesen satisfacer esta hambre esencialista, donde existe ese ingrediente o preparación original, el cual sólo podemos intuir sin nunca lograr consumir. Parte de este apetito casi espiritual por la esencia es la incertidumbre que produce lo distinto. El tiempo, medida subjetiva, pareciera avanzar cada vez más rápido y es acompañado por cambios que no podemos y posiblemente no queramos procesar. Aceptar lo diferente requiere mentes inquisitivas y educadas, algo que nuestro Estado rechaza promover y que hoy amenaza la hegemonía de quienes se refugian en la seguridad de un supuesto sentido común, la muleta intelectual de ignorantes.
La comida, sin embargo, pareciera desafiar este temor. La globalización trajo consigo versiones simplificadas de otras cocinas nacionales, permitiendo la experiencia de otredad sin necesidad de viajar en LATAM.
La cocina peruana, que en su momento fue intimidante, rechazada y hoy constituye parte del nuevo tejido de chilenidad, refleja estas sutiles transformaciones.
Sin embargo, y como nada nunca es tan sencillo, existe un pequeño elemento, casi oculto y sólo observado por individuos que tienen este apetito desmedido por lo natural y/o pasan demasiado tiempo en las esquinas equivocadas de Internet. Este elemento, el cual combina el terror por lo distinto con el rechazo que pareciera provocarnos la idea de lo químico, es el glutamato monosódico (GMS).
Al igual que el cloruro de sodio, conocido popularmente como sal, el GMS es una molécula compuesta. Su principal compuesto, el glutamato, es uno de los aminoácidos más comunes, encontrado naturalmente en quesos y tomates. La leche materna contiene cantidades significativas de glutamato, y está presente en nuestros cuerpos. Aunque descubierto en primera instancia por un alemán, fue el trabajo de Kikunae Ikeda en Universidad Imperial de Tokio durante la primera década del siglo pasado que permitió aislar el aminoácido y producirlo en cantidades significativas, en forma de sal. Ikeda, quién fue el primero en teorizar que el umami, la sensación de sabrosura, constituía un sabor único, y adelantándose al descubrimiento del ácido lisérgico por casi 30 años, dio paso a otra revolución, la del sabor y del umami como ingrediente fácilmente accesible, libre de las ataduras románticas del tiempo y de los roles de género, los que permiten el trabajo de hervir huesos por horas para extraer su esencia o sabor.
El Dr. Ikeda, quién como hombre de su tiempo industrializó inmediatamente su investigación, lideró la creación de Ajinomoto, empresa que partió como subsidiaria de Farmacéuticos Suzuki y que asumió su nombre actual tras el reinicio de la bolsa de comercio japonesa tras la guerra. Hoy, la empresa ocupa en Japón el espacio emocional que Carozzi tiene en Chile. Su crecimiento fue acompañado del surgimiento y posterior consolidación de la comida enlatada y procesada, la cual necesitaba ingredientes que pudiesen mantener o mejorar los sabores que de otra forma se perderían en su proceso.
En la actualidad es uno de los elementos más comunes en la comida, presente de forma casi hegemónica en la comida rápida, snacks variados y es responsable de nuestra adicción societal al opio moderno que son los Doritos.
La forma en que el ajinomoto se vuelve popular en las cocinas asiáticas y consecuentemente en todas sus expresiones internacionales no es el objetivo de este texto. Sin embargo, es importante hacer notar que el rechazo al GMS, producto de ignorancia por no decir racismo, continúa presente hasta el día de hoy. Se dice que provoca migrañas e indigestión, síntomas que caen bajo la categoría de “síndrome del restaurante chino”. Aunque presente en el parmesano, nadie nunca diría que la satisfacción y consecuente necesidad de reposo que provoca un exceso de cocina italiana constituye un síndrome médico. Estos síntomas, explicados bajo actitudes hacia ciertas gentes y la incapacidad de reconocer que quizás hemos comido demasiado, continúan utilizando al GMS como justificación.
Desde sus inicios, ha existido consenso respecto la seguridad del GMS, pero quienes mantienen su guerra santa contra este ingrediente se justifican también en la esencia artificial del producto. Nuevamente, este apetito por lo natural choca con la verdad, concepto que filosóficamente es complicado pero en nuestras lenguas se disuelve sencillamente. La sal de mesa es tan artificial como el ajinomoto. El acto de cocinar con fuego constituye una de las primeras formas de hacer química, y el descubrimiento de la fermentación merece un Nobel en Ciencias retroactivo al humano que se atrevió a consumir leche en descomposición.
Lo natural en la comida suele ser un elemento de marketing, una etiqueta que justifica mayor plusvalía, una forma de monetizar territorios abandonados primero por la industrialización y luego por la economía de servicios.
Esto no significa que los Doritos sean endémicos, pero si que quizás es una mala idea comer una bolsa completa y luego culpar a la química de nuestras propias malas decisiones, actitud entendible pero alejada de la responsabilidad individual que como adultos deberíamos tener.
En Chile no hablamos del síndrome del restaurante chino. Tampoco discutimos tanto el GMS, y la conversación sucede en el pequeño aunque creciente grupo de personas preocupadas por su alimentación. Lo que sí discutimos, sin embargo, es la sospecha que provoca el uso de ajinomoto en la cocina peruana, la cual se consolida en Chile en los 90 y hoy es casi tan común como los restaurantes chinos en Estados Unidos. Ajinomoto es de uso común en Perú, posiblemente debido a la fuerte influencia japonesa en su cultura, por lo que no es extraño el uso de este ingrediente y consecuente importación aparente a Chile, ya que ha estado presente en nuestras comidas desde el momento en que Maggi comenzó a vender caldos en polvo.
Algunos locales han sentido la necesidad de manifestar que no utilizan GMS en sus preparaciones, y en sus reseñas es común leer gente quejarse de los síntomas del síndrome racista. Por este motivo, y antes que la discusión que hoy existe en estos espacios reducidos se convierta en algo aceptado por el sentido común, es importante sumarse a las voces de la razón, así no ceder territorio al oscurantismo que bajo la religiosidad de lo natural nos impedirá la libertad de saborear mejor.