La incómoda verdad es que el buen periodismo que hacía Paula, que hace CIPER, el Sábado o Bío Bío y que está presente en notas de The Clinic, El Mostrador y Qué Pasa, no importa a suficientes personas como para sostener un mercado. Como los periodistas nos hemos negado a admitir eso, no sabemos bien a qué se debe ni qué hacer. En esta primera parte, las causas que intuyo. En la segunda, algunas propuestas.
A propósito de la decisión de Copesa de cerrar la revista Paula y reducir la planilla de reporteros de Qué Pasa, el periodista Daniel Olave enumeró en Twitter algunos medios que murieron en democracia, entre ellos varios reconocidos por su calidad como Apsi, Cauce, Hoy, Análisis, La Época, Plan B, La Nación, Siete +7, Rocinante.
La lista habla de la variedad que hubo no hace mucho y del marasmo actual.
Un aspecto que descorazona es que la crisis ocurre a pesar de la enorme cantidad de temas complejos que agitan a la sociedad chilena. En los últimos cinco años brotó como pus la corrupción del sistema político y la colusión de importantes empresas que decían defender el libre mercado. Muchos chilenos que miraban a Latinoamérica con condescendencia saben hoy que esas prácticas no solo ocurren aquí, sino que también quedan impunes.
No es una época cualquiera. Los abusos que visibilizan el feminismo, la inmigración o la creciente desigualdad económica, muestran que Chile hierve de preguntas y de historias. Descorazona saber que existe un capital humano de enorme calidad que está fuera de los medios escritos. Menciono a la primera docena de colegas que se me vienen a la memoria, pero hay bastantes más: Alejandra Matus, Javier Rebolledo, Pablo Vergara, Carlos Tromben, Víctor Herrero, Andrea Insunza, Javier Ortega, María Olivia Mönckeberg, Roberto Farías, Francisca Skoknic, Juan Cristóbal Peña, Marcela Ramos (1).
Algunos hacen libros, otros están en la academia, todos tienen estándares difíciles de alcanzar. Podrían mostrar aspectos que no conocemos de la impunidad y generar nuevas preguntas para una conversación democrática de calidad, que es el bien público que la prensa aporta.
Los miles de jóvenes que hoy estudian periodismo o piensan hacerlo, deberían notar que si estos periodistas quisieran volver a una sala de redacción, difícilmente encontrarían espacio.
En su versión más actual, la crisis del periodismo de calidad se explica por la lentitud de los medios para adaptarse al mundo digital, donde los lectores no pagan y la publicidad escasea (Eduardo Arriagada es difusor de esta tesis).
Pero en el reciente cierre de la revista Paula, su dueño (Copesa) transmite otra explicación sobre la crisis del periodismo. Al preservar solo la marca y despedir a todo su brillante equipo, nos dice que ese periodismo de calidad carece de suficiente valor para el sector alto al que apuntaba la revista. A la vez, nos dice que tampoco es interesante para el segmento más bajo al que va el suplemento Mujer, que solo hereda la marca “Paula”, es decir el roce.
Si Copesa se equivoca en su apuesta, si los públicos deseosos de un periodismo de calidad existiesen, deberían estarse formando nuevos equipos para aprovechar este error comercial. Pero no parece ser el caso. La incertidumbre se expande como peste en los medios escritos que hacen ese tipo de periodismo.
Sin negar que Paula puede tener sus propias razones para morir (Alejandra Matus resumió este debate en su blog), igual como otros medios tienen causas singulares para tambalearse, la incómoda realidad que me parece que hay que analizar es que el periodismo de alta calidad que hacía Paula, que hace CIPER, Bío Bío o el Sábado, y que está presente en algunas notas de The Clinic, El Mostrador y Qué Pasa entre otros, no importa a suficientes personas como para sostener un mercado.
Como ese asunto se ha negado, no sabemos bien a qué se debe, ni qué hacer.
El periodismo que me preocupa
Antes de ir por las causas, quiero hacer algunas precisiones.
El periodismo cuya muerte me preocupa y que llamo “de calidad” es el periodismo que examina críticamente al poder económico y político (incluyendo sus dimensiones culturales y sociales) y que tiene ambiciones de influir en la agenda pública.
A riesgo de parecer anticuado, me enfoco en el periodismo escrito, tanto en papel como digital, pues tiene la posibilidad –y la ventaja– de poner a disposición del lector la evidencia documental que sustenta sus afirmaciones y proveer así de información confiable a radios y TV. En sus mejores versiones, ese periodismo da cuenta de la complejidad social. Aunque toda forma periodística necesita un título que golpee, una frase tuiteable diríamos hoy, la calidad en el periodismo aparece justo cuando se exceden los caracteres del tuit. Empieza cuando se matiza, contextualiza, se dice “pero”; empieza cuando el moderador de un programa de conversación siente que la discusión se puso media densa y pasa a otro tema.
Salvo unas pocas excepciones en el mundo –CIPER es una de ellas–, el periodismo de calidad no constituye un medio en sí mismo, sino que vive como un apéndice de medios que seducen a sus audiencias por otros motivos. El periodismo de calidad que entrega un bien público y es necesario para la democracia, no guiña el ojo. Da rabia, a veces esperanza, pero no hace reír ni seduce. Necesita otros formatos periodísticos menos orgullosos para que alguien se lo lleve a casa bajo el brazo. Y eso es válido en internet, donde los medios recurren hasta a videos de gatos para atraer visitas.
Es indudable que los medios más exitosos hoy son los que se han adaptado para perseguir a sus lectores en el mundo digital. Pero las secciones y apéndices que esos medios suben a la web no dependen de la tecnología, sino del ambiente que perciben en la sociedad. Y lo que está ocurriendo es que los medios pueden pensar en ir tras sus lectores librándose del periodismo de calidad porque éstos parecen haber cambiado.
Sigamos. ¿Por qué perdemos lectores?
Creo que hay razones históricas para esto. Mi hipótesis es que las marchas estudiantiles de 2011 abrieron un breve periodo en que se multiplicaron quienes querían entender problemas complejos de Chile (como el financiamiento de las universidades o el sistema tributario), pues tenían la esperanza y la necesidad de cambiar la sociedad. Ese periodo se cerró hacia mediados del segundo gobierno de Bachelet, cuando cundió la sensación de que los cambios generados no obtenían los resultados que se querían. Voy a volver sobre esto en la segunda parte.
Más allá de si es posible precisar periodos, en términos estructurales me parece que lo ocurre con el periodismo de calidad no es muy distinto a lo que pasa con la educación de calidad.
Se dice, a nivel de discurso, que la calidad es lo más importante para las familias, pero la evidencia indica que lo que realmente buscan es segregación (ver columna Usted no es lo suficientemente bueno para servir a la elite).
¿Por qué hacen eso? La respuesta es compleja pero investigaciones como las de Seth Zimmerman y Javier Núñez permiten pensar que la razón está en que nada realmente importante se define a través de la calidad de la educación.
Cosas como los buenos puestos de trabajo y los buenos salarios se ven influidas más por el apellido y el roce social y, en consecuencia, eso es lo que las familias buscan.
Del mismo modo, aunque los periodistas sostenemos que nuestro trabajo genera un bien público que fortalece a la democracia, parece claro que en los años recientes hemos perdido la capacidad de mantener el poder a raya. Un ejemplo es la completa impunidad con que termina el escándalo del financiamiento ilegal de la política, tema abordado por la mayor parte de los medios a través de intensas investigaciones. Tengo muchas críticas a cómo los medios abordamos esta historia, pero el hecho es que para el público acusamos la existencia de delitos. Ver a Iván Moreira, el senador del raspado de la olla, opinando en Televisión Nacional sobre la política, es la muestra del tamaño de nuestro fracaso.
Esa impunidad es el resultado, en parte, de la profunda crisis que viven las instituciones chilenas y la democracia. Mi hipótesis es que lo que ocurre con el periodismo de calidad no se puede entender sin examinar esa otra crisis.
El jugador que falta
Aunque los periodistas nos sentimos actores completamente independientes de la política, si dejamos de levitar y nos sentamos en el lugar del ciudadano común, el debate público se ve como un intenso partido de voleibol donde periodistas y autoridades estamos, a veces, en el mismo equipo. Los periodistas somos el jugador que levanta la pelota. “Levantamos temas”, los hacemos visibles. La gente que está en las gradas ve la pelota allá arriba y dice, guau, qué espanto, eso no lo sabía, no puede ser.
Lo que el público espera entonces es que venga otro jugador, dé un salto épico, remache y haga el punto. Si no hay remache, puede significar que el medio se equivocó, tiró la pelota más allá de lo que correspondía. Pero si persistentemente nadie remacha, el partido pierde sentido. Los medios pueden levantar y levantar temas y el público verá una sucesión de escándalos que se superponen unos a otros y se olvidan sin que nada concluya. Es comprensible que el lector termine preguntándose para qué amargarse con las horribles historias de nuestro racismo o del Sename, o para qué perder una mañana entendiendo el detalle de cómo las pesqueras consiguieron unas leyes a su medida.
Si nadie remacha, una parte de nuestro trabajo carece de sentido. El periodismo de calidad puede estar muy bien escrito, pero no es literatura. No se satisface en la autocontemplación de la narración. Esto se entiende muy bien cuando, después de escribir dos buenos reportajes sobre la crisis del Sename, te metes en el tercero, sabiendo que solo van a cambiar los nombres, porque la tragedia será la misma.
El jugador que falta es una institucionalidad que restablezca la idea de que estamos en una sociedad que, aunque es imperfecta, tiene mecanismos que buscan cierto grado de justicia.
Con creciente persistencia las instituciones se ven paralizadas, a veces porque la elite tiene equipos muy buenos para sostener que lo que hace es “perfectamente legal” (es decir, bloquean el remache), o porque la autoridad decide que aquello que escandaliza al público no es perseguible (es decir, el que deber remachar se niega).
Ante esta ausencia, los medios han potenciado un sucedáneo: el periodista justiciero, el opinólogo furioso. Aquel que toma los datos de otros colegas y pone certezas definitivas donde hay algunas evidencias y trata de suplir con escarche la justicia que el sistema no provee. Su característica esencial es que nunca duda y su relato carece de matices.
Por supuesto que ese sucedáneo no sirve. No puede reestablecer la justicia sino apenas remarcar el constante estado de injusticia. Peor, como no maneja los datos, porque no reportea, distorsiona las investigaciones y da la sensación de que todo el aparato es corrupto. Es posible que algunos buenos funcionarios, de esos que faltan a la hora de los remaches, hayan sido defenestrados con la ayuda de los justicieros. En otros casos, han distorsionado tanto los temas, que la pelota terminó lejos de cualquier posibilidad de remache.
Por lo anterior, no creo que la crisis del periodismo de calidad se deba, en esencia, a no haberse adaptado al mundo digital.
Tampoco creo que podamos esperar que las empresas apuesten por un bien público que el mismo público no parece demandar. Las empresas no tienen incentivos para eso: son parte de la elite y la elite está más tranquila con este periodismo medio muerto.
Como dice una colega, si esas élites chilenas se sienten obligadas a dar explicaciones, prefieren ir a los matinales o a Vértigo, y todo resuelto.
Pero si el problema se origina en la crisis de la democracia y sus instituciones, ¿qué soluciones prácticas hay para quienes quieren hacer un periodismo de calidad?
Para eso es la segunda parte.
Notaa al pie:
(1) Disclosure. Soy amigo de varios de ellos y Marcela Ramos es mi esposa. Pero al hacer esta selección me siento amparado por la larga bibliografía que cada uno podría lanzar a la mesa si se duda de su valía. Disclosure dos. Trabajé en varios de los medios que se mencionan en esta columna. En Revista Paula hice varios de mis mejores reportajes. También dirigí The Clinic y fui editor de CIPER, medio donde colaboro hoy.
Juan Andrés es co-autor de Empresarios Zombis, la mayor elusión tributaria de la elite chilena que tiene como apéndice el blog Paraisos Tributarios.