Quizá el trago más bebido en Chile esconde un pasado oscuro y turbio como su misma coloración.

Por Pablo Acuña

Una diputada de la República dijo hace unos días que el “gobierno militar” (Dictadura) hizo buenas cosas. Es más, dijo que se sentía orgullosa de sus logros, cualquiera sean ellos. Es curioso tener esta discusión hoy, cuando se supone que gente mayor a nosotros, personas de cabellos blancos y con actitudes en vez de morales dignas ya habían resuelto este problema, decidiendo nunca más hablar de esto.

La dictadura fue una desgracia, y no debiese agregarse un “pero” al respecto. Dicho eso, y si es realmente vamos a discutir los logros del Régimen, es prudente advertir que, oculta bajo la falsa etiqueta de “popular”, existe una forma socialmente aceptable de pasta base que también nos fue heredada por estos salvajes, y esa es la piscola.

Es importante primero enfatizar lo siguiente; gustar de la piscola per se no está necesariamente mal. Vivir en Chile significa tener una tolerancia entendida como gusto por el pisco y la Coca Cola es abiertamente adictiva. La combinación de ambos elementos, aunque abstracta y a primera impresión contradictoria y repulsiva, sin embargo es fácil de entender, preparar y digerir. Con limón es incluso agradable. La preferencia entre piscola blanca o negra, representativa de la dualidad con la que entendemos el bien y el mal, ayuda a discriminar eventuales compañías sociales. Al igual que pedir comida a casa o no usar seda dental, la piscola es perdonable en un contexto de vidas ocupadas y agotadoras, las cuales no dejan tiempo para cuidarnos y querernos un poco más.

Lo previamente expuesto, sin embargo, plantea una necesaria reflexión. Existe un motivo por el cual aprendimos a beber piscola por sobre otras, quizás más interesantes opciones. Al igual que muchas otras problemáticas en nuestra sociedad contemporánea, esta se conecta a través del mismo hilo de ruina cultural y atomización social.

Aunque no profundamente estudiada, existe consenso en que su origen está en la crisis económica de la Unidad Popular y en la eventual reorganización económica de la Dictadura.

Así como se reconfiguró la sociedad, muchos tragos disponibles en nuestro país desaparecieron para un segmento importante de la población durante más de una década, y a falta de vodka, whisky y ron, el Cuba Libre se convirtió en un decadente Chile Libre; pisco Control con Coca Cola. Eventualmente, pisco Capel y el glamour y clase de su rostro público, Raquel Argandoña, se sumaron a la limitada oferta de alcoholes en nuestro modesto país. Así, mientras también la droga entraba en las poblaciones, la piscola invadía quizás más insidiosamente pueblos, barrios y áreas metropolitanas.

Peggy Olson en Mad Men, personaje complicado pero sabio, declaró que un trago con dos ingredientes no es un cocktail, es una emergencia. El mismo Cuba Libre tampoco tiene una historia glamorosa, sólo surgiendo producto de la invasión norteamericana en Cuba en la primera parte del siglo XX.

Consecuentemente, la piscola tiene que ver más con la decadencia de Chile en los 80’s, con Álvaro Corbalán seduciendo vedettes y los eternos adolescentes forros de las novelas de Fuguet.

Es un trago de un país deprimido, sin optimismo por su futuro, resignado a una ebriedad fácil y sin sentido, aislado del resto del mundo e ignorante de un pasado no necesariamente mejor, pero al menos un poco más amable para beber y comer.

Aquí es donde el culto contemporáneo a la piscola se evidencia como perverso. Nadie se atrevería a revindicar y crear un romanticismo cultural en torno a la pasta base, no así este otro elemento de igual decadencia social. Hoy este combinado es uno de los estandartes de la cultura popular chilena, un elemento de orgullo para quienes no se consideran personas arribistas o estiradas. Repito, gustar del trago en sí no tiene nada de malo, y sin embargo, militar y profitar de su fama implica asumir su historia y carga social. Significa celebrar la destrucción del tejido social. Es reconocerse cómplice pasivo, y mientras venden vasos con motivos piscoleros en los supermercados es prudente preguntarse si es ese el camino que queremos seguir. Así, en vez de beber piscola, tenemos aún la posibilidad de esforzarnos un poco más, probar otra cosa, y renunciar a ese trago igual de oscuro que un pasado en el cual se nos enseñó a no desear cosas mejores.

Alguien siempre descorcha un espumante en año nuevo. En el televisor, en cualquier canal menos TVN, rostros nacionales acompañan la celebración familiar. Entre abrazos, comienza a sentirse esa ansiedad nacional que se traduce en muertes por conducción en estado en ebriedad la mañana siguiente. Algunos calculan cuantos abrazos dar antes de ir a otro lugar, y otros asumen una postura más cómoda, pero casi todos, salvo los abstemios, tienen la desgracia que es una piscola en su futuro inmediato. Las drogas son así, insidiosas en sus estrategias. Quizás una buena meta para el próximo año, además de rechazar el regreso del pinochetismo, es luego del espumante también mirar con ojos críticos la piscola, así nunca más tener años o décadas oscurantistas.