Radicada en Alemania, lejos de su tierra natal, la escritora yagán Cristina Zárraga recuerda todo lo que aprendió de su abuela: cosas que tienen que ver con su propia identidad y con los saberes ancestrales de su pueblo.  Hoy hace énfasis en que, al contrario de lo que plantea la prensa, su pueblo está más vivo que nunca a través de la lengua, la cultura y la artesanía. Esta es su bandera de lucha y no la va a bajar.

La escritora Cristina Zárraga (45) hoy vive en Alemania, a 12 mil kilómetros de donde nació. Es un lugar completamente diferente, con otras costumbres y donde se habla otro idioma. Sin embargo, cuando ella camina sobre la nieve, se siente cerca de la Isla Navarino, el poblado donde su abuela fue la primera en habitar. Y cuando el hielo cruje bajo sus zapatos le parece escuchar la voz de ella cuando le decía ‘Ahhhh, panaxa (…) Eso es panaxa”, la palabra en yagán que significa nieve.

Su abuela era Cristina Calderón, quién murió en febrero pasado a sus 93 años y fue por décadas la principal referente cultural del Pueblo Yagán. Fundó un centro social en Ukika -donde actualmente viven la mayoría de las familias yaganas- para mantener la cultura y sus saberes ancestrales, y además se transformó en una reconocida defensora del medioambiente y del territorio que alguna vez perteneció a su pueblo. Un “tesoro humano vivo”, según declaró en 2009 el Consejo Nacional de la Cultura y las Artes.

Y aunque su nieta, Cristina Zárraga, nació en Concepción, estableció una relación muy especial con ella, sobre todo cuando le pidió que escribiera sus memorias. Y para eso, Zárraga se fue a vivir cerca de ella durante una década. Ahí no sólo aprendió parte de sus costumbres, las historias del pueblo originario del que provenía, sino que también conoció a su actual marido, y por supuesto, aprendió el idioma yagán. 

Ese idioma que Wikipedia hoy considera una “lengua muerta”, y que según la mayoría de los medios de comunicación también desapareció con la muerte de la “última yagán”, como denominaron a Calderón, es un eslogan que se ha repetido nacional e internacionalmente desde los años 70, y que Zárraga hoy, desde el estudio, busca erradicar a través de la reconstrucción de la lengua y la difusión cultural del idioma.

“Al periodismo siempre les encanta decir esas cosas. Cuando murió mi abuela fue catastrófico, las noticias como ‘Murió la última yagán y se llevó todo…’. Para ellos será, pero para mi todo lo contrario, me lo dejo todo”, sostiene. 

Ilustración homenaje a Cristina Calderón por @pictomono.

Conversamos con Cristina a través de Zoom, y la vemos sentada frente al computador, con sus ojos rasgados, pelo negro y sus anteojos puestos. Usa un chaleco de lana verde oscuro con cierre que compró en su último viaje a Punta Arenas. “Acá también se encuentran, pero nunca así”. 

Aunque a sus 45 años la difusión de la lengua yagana se ha convertido en una de sus principales labores, no fue hasta los 23 que ella conoció más sobre los orígenes de su familia. Su padre, hijo de la abuela Cristina, se fue de la isla Navarino a Valparaíso para convertirse en marino, y después se trasladó a Concepción, pero se dedicó a otra cosa. Ahí conoció a su esposa y tuvo a su hija. Pero él no hablaba yagán, porque las abuelas eran discriminadas, y por consecuencia decidieron no enseñar su lengua a sus hijos para que aprendieran bien el español. 

“Y estos chicos también fueron muy discriminados (…) mis tíos me contaban que entraba alguien de afuera al colegio y el profesor en la sala les decía ‘Tú y tú, los indios, vayan afuera’. Los ponían afuera y le sacaban fotos. Siempre fueron discriminados por cómo se vestían, por la pobreza, por dónde vivían. Y así no se transmitió el idioma definitivamente”.

Además, explica Zárraga que “antes solamente estaban las cabinas telefónicas y el correo postal, no como ahora que tienes conexión. Entonces mucho no se sabía de mi familia de la isla”. 

La escritora dice que la prensa tiene un eslogan desde hace décadas sobre “la última yagán”, algo que no sería verídico.  Foto: Oliver Vogel.

Más tarde, empezó a acercarse a su abuela por cartas y teléfono, pero solo la conoció físicamente el año 1999, cuando viajaron a Santiago y se encontraron. “Fue como si ya nos conociéramos desde siempre, con confianza y nada de timidez (…) Era como que nos encontramos para no separarnos, porque fue muy muy intensa y profunda esa conexión con ella”. 

En ese momento, Cristina ya se dedicaba a escribir, por lo que su abuela de inmediato le solicitó que escribiera sus memorias. Con esta tarea entre sus manos, partió a Puerto Williams.

“Fueron más de diez años que yo viví con mi abuela y por eso la conexión con ella era profunda, porque todo ese tiempo ella contaba, contaba y contaba. Contaba toda su vida. En ese tiempo también estaba su hermana Úrsula Calderón, la abuela Ermelinda y personas que también hablaban yagán. Compartíamos todos juntos y ella era mucho más activa: en ese tiempo todavía salía a caminar, íbamos a buscar junco, y ella hacía las artesanías. Todos esos paseos daban para que la abuela recordara y me contara más. Así fui juntando todo ese material escrito, grabado, pero también una transmisión oral”. 

Cristina anotaba todo lo que escuchaba y así fue llenando hojas con historias, cuentos y palabras del idioma que le enseñaban. “Nunca pensé que todos esos cuadernos ahora iban a tener un valor impresionante para poder hacer todo este revivir del idioma”, reflexiona. 

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Quizás la primera palabra que aprendió Cristina Zárraga viviendo con su abuela fue el elemento fundamental: la leña. “Sin pušaki tú no puedes vivir, así de simple”, dice. La rutina giraba en torno a pušaki tumalako (poner leña al fuego) ya que por el frío, recuerda impresionada, el vaso de agua que dejaba en la noche en el velador, amanecía completamente congelado. 

Por otra parte, dice que ella tiene mucha conexión con lo cósmico y la naturaleza, por lo que aprendió sol (lam) y luna (hannuxa). De hecho, en su correo electrónico ocupa esta última palabra como su nickname. Es usual, dice, que en la cultura yagán a las personas se las nombre con elementos del medio ambiente. De hecho, ella le puso a sus dos hijas Hani Kipa (viento norte) y Loimuška (flor).  

Cuenta que esta forma de aprender el idioma fue una muy buena manera de hacerlo, porque se las traspasó oralmente, viviendo y haciendo cosas juntas. “En el yagán, ahora cuando yo lo estudio rearmando esto, está la voz de mi abuela principalmente, pero también nos vamos hacia más atrás de la recopilación de Gusinde”, señala Zárraga, haciendo referencia al antropólogo que estudió Tierra del Fuego. 

Zárraga también recopiló cuentos que contaban los mayores a los más jóvenes y que son parte de la cultura popular del Pueblo Yagán. Ese fue uno de los primeros libros que editó junto a su esposo Oliver Vogel (alemán a quién también conoció durante su estancia en Navarino). Los títulos de sus obras siempre los ponía la abuela Cristina, y a este decidió llamarlo “Hai kur mamašu čis”, que significa “Quiero contarte un cuento”

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Ese conjunto de relatos, las memorias de su abuela, un pequeño diccionario, y otras obras que está realizando en torno a esta temática como un manual de aprendizaje yagán, Cristina dice que lo dedica principalmente a su familia, no como “un trabajo para la humanidad”. 

“Yo estoy transmitiendo a mis familias, que son los mismos chiquillos que hacían talleres conmigo cuando jóvenes y ya tienen más de 20 años y siguen aprendiendo. A lo que me dedico con Yoram Meroz (lingüista con quien trabaja desde hace más de una década) es a trabajar para nuestra comunidad”. Y se diferencia de otros investigadores que, según ella, van a Navarino para hacer estudios e investigaciones que quedan solo para ellos, sin dar créditos o dejar copias de lo que se hace. “Eso no me parece justo”, dice. 

A pesar de que vive en Alemania hace más de 10 años, Zárraga explica que viajaba constantemente a Ukika y cada vez que podía hacía talleres para yaganes. “Pero ahora que vino esto de la pandemia, lo que hicimos fue hacer clases vía Zoom y eso fue muy interesante porque en dos ocasiones participó mi abuela. Eso es muy bonito, fue algo muy lindo verla a ella ahí con la alegría de siempre y contando en yagán”, cuenta Zárraga con una risa emocionada. 

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Hace un tiempo, un tío de Cristina le regaló una carpeta que guardaba recortes de noticias de yaganes, y que tenía archivos de prensa desde la década de los 70. “Comienzo a ver los recortes e imagínate, yo siendo del 76, ya habían notas de ‘murió el último yagán’. Estaba Sarmiento, el abuelo Felipe, antes fue la Rosa y todos decían que había muerto ‘el último yagán’. Entonces le pregunté a mi abuela sobre que creía de eso que dicen que ella era ‘la última yagán’, y ella me respondió: ‘No, yo no soy la única, ni la última. Mira acá (Ukika), está lleno de yaganes’”, recuerda sobre el diálogo que cierra el libro de memoria de la abuela Cristina. 

Para ella, ese es solo un “eslogan” del periodismo sensacionalista, pero que ahora es tiempo de “decir ‘no, acá hay mucha gente yagán y estamos en distintos aspectos: en el idioma, en la cultura y la artesanía’”. 

Considera que el Pueblo Yagán no está tan invisibilizado y que han hecho un buen trabajo defendiendo las tierras y los mares de las salmoneras, por ejemplo. Sin embargo, es partidaria de que el Estado “suelte las tierras”. 

“Para mi siempre era algo muy injusto que los mejores lugares y tierras son para particulares, para hacer turismo y ni siquiera de la gente de ahí, sino que de particulares con dinero que compran o arriendan”,
explica, y relata que hace poco más de 10 años se hizo un acto oficial donde se entregó una isla a la comunidad yagana, pero era solo “un islote”, y que ni siquiera se les daba autorización para navegar entonces no se podía ocupar para vivir. 

“Cuando llegué allá, también era muy extraño para mí que los yaganes tenían que sacar permiso para navegar. Tenemos una cultura ancestral canoera, vivían en en el borde costero, se alimentaban de mariscos, navegaban libremente, entonces a mí me parecía muy raro que mis tíos, todos pescadores, excelentes navegadores y capitanes que no necesitaban ni mapas y se sabían todo para navegar hasta de noche sin linterna y mirando la montaña, necesitaban autorizaciones para navegar”. 

Esas cosas las encuentra absurdas, y relega que la importancia de la Convención Constitucional -donde participa su tía Lidia González Calderón- podría recalar en esos tópicos. “Lo territorial, el sector marino, las islas, el borde costero, la navegación. Esos son los principales temas y es urgente, porque eso se ve ahí y como que cada vez uno ve que otros se apropian. Es un buen tiempo para poder tener las cosas más claras, eso sería un buen papel”, dice. 

Y agrega que “obviamente la lengua, pero yo parto primero por casa. No puedo estar pidiendo que me integren el idioma al colegio si ni siquiera hay gente que hable yagán. Para eso estamos haciendo precisamente lo que hacemos, preparar gente (…) Empiezo por las bases, porque yo creo que por eso las cosas no funcionan allá. La gente hace sus ideas en la cabeza, pero no están en la realidad. Entonces crean proyectos y cosas en la nube que se caen, la cosa no funciona, y yo parto por una base, si no, la cosa no anda”.