No existen registros oficiales: ni cuántas madres dejan Venezuela cada año para venir a Chile solas, ni cuántos niños, niñas y adolescentes se quedan. Ese vacío en las cifras, que se refleja en la poca urgencia de políticas públicas que protejan la infancia y el vínculo madre-hijo, constituye en su fondo la violación a un Derecho Humano fundamental: la unificación de la familia. Aquí la historia de cuatro madres que han tenido que renunciar a ver crecer a sus hijos,  para maternar a distancia y darles de comer.   


Fotos por Mila Belén


Según la última Encuesta Nacional de Condiciones de Vida (Encovi), un estudio realizado anualmente por las tres principales universidades de Venezuela que mide la realidad socioeconómica, el 60% de los hogares tiene por jefe de hogar a una mujer. Son ellas quienes aportan el grueso de los ingresos. Son ellas quienes cuidan de los niños, adolescentes y adultos mayores. Y son ellas quienes toman la mayoría de las decisiones por y para sus hijos, todo a la vez, mientras le hacen frente a una lapidaria cifra que constató en 2019 la Organización de Naciones Unidas: el 94% de la población venezolana vive bajo la línea de la pobreza.

Se trata del éxodo más grande del siglo XXI registrado en Latinoamérica: cinco millones y medio de venezolanos que fueron forzados a dejar su lugar de origen, siendo Chile el tercer país de la región que concentra el mayor número de desplazados, según cifras de la Plataforma para Refugiados y Migrantes de Venezuela. 

Y aunque esta crisis se arrastra desde hace varios años, hay una arista que ha comenzado a encender las alarmas de activistas y algunas clínicas jurídicas para migrantes: mujeres madres que viajan solas, muchas veces corriendo el riesgo de exponerse a coyotes, estafas y abuso sexual, mientras sus hijos se quedan en Venezuela, al cuidado, también, de mujeres. Las abuelas. 

Para Lorena Zambrano, activista de la Asamblea Abierta de Migrantes y Promigrantes (AMPRO), y quien trabaja hace once años en contacto directo con extranjeros que cruzan el Norte de Chile, esta forma de migrar no tiene más de dos años. “Si algo caracteriza a la comunidad venezolana es que migra en clan, con todos o buena parte de los miembros familiares, pero cada vez es más común ver a mujeres que llegan solas y no es tan extraño. La mujer madre carga con una ética de culpa y responsabilidad. Al ser ellas las que engendran, también son las que deben tomar todas las medidas necesarias para proteger a sus hijos o hijas. Son ellas quienes deben exponerse, solas, a los peligros de dejar su casa. La carga que lleva la mujer es muy dura”, explica. 

El resultado son familias completamente fragmentadas: niños, niñas y adolescentes que, en muchos casos, ni siquiera alcanzan a formar vínculos afectivos con sus madres producto de la distancia. “Tanto las mamás como los niños quedan expuestos a un duelo migratorio y hemos visto cómo la distancia corta el lazo familiar. No existe un acompañamiento psicosocial en el que los Estados se hagan cargo de contenerlos. Nadie está escuchando a esos menores, pero tampoco nadie está escuchando a esas mamás. La crisis tiene esquinas de género que no estamos mirando”, dice Zambrano. 

Cuando eso ocurre, asegura Francisca Vargas, directora de la Clínica Jurídica de Migrantes y Refugiados de la UDP, se trata de una violación de derechos. Principios fundamentales contenidos en el ordenamiento jurídico y las convenciones internacionales que Chile ha ratificado en la teoría, pero no en la práctica. “La unidad familiar es un Derecho Humano, pero en nuestro país existen demasiadas trabas para que eso se garantice”, explica. 

Desde diciembre de 2020 hasta la fecha, Francisca Vargas y su equipo han llevado hasta la Corte de Apelaciones varios casos de madres venezolanas que tramitaron las visas de sus hijos e hijas, pero que quedaron frenadas el 11 de noviembre del 2020, cuando el Estado chileno decidió hacer un cierre masivo de las solicitudes de visa de Responsabilidad Democrática. “Este cierre es intempestivo y sin fundamentos jurídicos. Los casos están en la corte a través de acciones de protección y esto se interpuso en diciembre del año pasado, pero nada se ha resuelto hasta hoy”, dice Vargas.

Sólo una resolución favorable desde la Corte Suprema es la única esperanza que queda para que estas mamás estén más cerca del anhelado reencuentro con sus hijos. Pero esto es una situación excepcional.

DEJÉ UN BEBÉ, ENCONTRÉ UN NIÑO


Shirley Belmonte (34) lleva cuatro años lejos de su hijo Iker (8). Su graduación de preescolar; sus bailes en el colegio; su primer diente flojo; cuando aprendió a leer y a sumar. De todo eso se enteró por llamadas internacionales. Y si tenía suerte y su madre pillaba internet, recibía un video que le dejaba una sensación agridulce: su hijo ya no era un bebé y ella no estaba ahí para presenciarlo.

“Aunque me ocupaba de detalles, como enviarle una platita extra para que el ratón Pérez la pusiera en su almohada, me tuve que acostumbrar a vivir desfasada. Con el tiempo, esa voz dulce del pollito que me seguía hasta el baño ya no estaba. Y en las fotos de sus cumpleaños apenas podía reconocer a sus compañeros”, recuerda. 

El temor que la acecha es que el niño crezca y la cuestione por haberse ido. Toda su familia está fragmentada; sus cuatro tíos, hermanos de Shirley, también se fueron. “Él sabe que no es personal, que no es el único, como también sabe cuando se corta la luz o el agua, cuando se roban los cables del internet o lo que ocurre cuando llegan los militares”, dice Shirley. Ese shock de precariedad y violencia es lo que más le duele. “Me da pena que mi hijo no juegue como yo jugaba siendo niña, que me la pasaba en el parque, sabiendo que cuando volviera a mi casa habría para comer”. 

Estaba en tercer año de Química en la universidad cuando se convirtió en madre soltera. Maternaba, estudiaba y trabajaba medio tiempo como garzona, hasta que a mediados de 2017 las cuentas no le dieron: “Si ganaba cinco mil pesos, el kilo de carne me salía diez mil”. El 27 de septiembre de 2017 miró a Iker a los ojos y le dijo: “Pronto nos vemos hijo, ¿si? Vamos a irnos juntos”, y se montó en un taxi. El destino era Bogotá. 

De camino al aeropuerto lloró todo el viaje. Esa despedida que tanto le dolió, piensa hoy, fue una fortuna: en el país cafetero tenía que trabajar catorce horas diarias. “Lo dejé con mi mamá porque con ella iba a estar mejor que con un desconocido. Si yo me fui y me sacrifiqué fue por mi hijo, por eso me da rabia cuando nos tildan de malas madres”.

En Bogotá trabajó como vendedora ambulante y como encargada de un café. Fue gracias a ese segundo trabajo que pudo comprar un pasaje para su mamá e hijo. El plan se concretó en enero de 2020. Esas treinta noches durmió pegada a su hijo, acurrucándolo, oliéndolo, y cuando se despidieron Iker lloró a gritos. “Pase lo que pase, la próxima vez no me vuelvo a despedir”, se prometió a sí misma.   

Cinco meses después llegó a Chile, donde la recibió uno de sus hermanos. Por su experiencia previa en cuestión de semanas consiguió un trabajo como garzona y los primeros cien dólares que juntó, los envió a su casa. Después le compró a Iker una tablet, lo cambió a un colegio privado y destinó un monto específico para mercadería; un poco para sus padres, otro poco para sus abuelos. De todo eso Iker está al tanto. Cada vez que Shirley le compra algo, su abuela le dice: “Cuide y disfrute sus cosas, mire que su mamá trabajó bastante para esto”. 

En estos cuatro años, Iker se convirtió en el más alto de su clase y en el mejor promedio de matemática. “Cuesta un mundo sacarle un te amo, porque ahora es más independiente”, cuenta ella. “Papi, ya quiero que te vengas, para que veas cómo el sol se va de tarde y que aquí casi no llueve ni truena como allá”, le repite cada vez que puede, anhelando disfrutar algo de la infancia que le queda. 

“Si me lo traigo aquí, con mis horas de trabajo, apenas podríamos estar juntos. ¿Qué vida puedo ofrecerle encerrado en un departamento? He oído de madres venezolanas, que por llegar tarde a buscar a sus hijos, las educadoras llaman al servicio de menores. Eso me da terror, que me lo quiten, pero si me voy para allá, con un sueldo mínimo de dos dólares no me alcanza ni para un kilo de harina. Así me la paso, repitiéndole que la mamá lo ama mucho y se preocupa, que está lejos, pero cerquita de él, aunque haya dejado a un bebé y hoy sea un niño. Es que hay algo que sigue intacto: cuando le preguntan con quién quiere vivir, él siempre responde ‘¡con mi mamá!’. Eso es como un abrazo en mi corazón”.

NO PERDER OTRA VEZ


Astrid Ochoa (31) parió a cuatro niños. Y aunque para ella la maternidad tiene de dulce, es también uno de los pasajes más oscuros de su vida: Ashly, su tercera hija, no había cumplido un año cuando le diagnosticaron un cáncer a los riñones. Y mientras se dedicaba cien por ciento a cuidarla, su cuarto hijo, entonces de dos meses de vida, falleció. “Me pasaba el día entero en el hospital cuidando a Ashly. Mi bebé murió porque no le di la atención que necesitaba. Le dio una diarrea y falleció. De eso me siento culpable hasta hoy”, dice.

Perder a un hijo era una cosa. Pero perder a dos, reflexiona, no habría sido soportable. Fue justamente el dolor lo que la guió a hacer lo imposible para que Ashly se recuperara. En la desesperación, creó una cuenta de Instagram llamada @juntosdelamanodeashly, donde en un grito de auxilio pidió ayuda internacional. Tanto, que un día de 2019 recibió un mensaje de una chilena, dispuesta a costearle a ella y a su hija un viaje a Chile, donde podrían tratarla.

 El 6 de junio de ese año aterrizaron en Santiago. “Si no fuera por eso, mi hija no estaría bien. En Venezuela no habríamos podido pagar el tratamiento”, agradece hoy, instalada en la casa de acogida de la Fundación Santa Familia, donde vive junto a Ashly.

De eso han pasado dos años, en los que su hija fue dada de alta, pero a la espera de un trasplante. Mientras la situación de Ashly mejoraba, en Venezuela, al cuidado de su madre, la salud mental y emocional de su hijo mayor se tornó cada vez más inestable. De un día para otro, Jean Pierre (10), comenzó a tener episodios de crisis: gritaba, lloraba, no dormía por las noches. Lo único que pedía era estar con su mamá. 

“Empezó a aislarse de sus compañeros. Le diagnosticaron un autismo leve. Cuando nos despedimos me pidió varias veces venirse conmigo y yo le prometí que volvería por ellos”, recuerda Astrid, pero hasta entonces eso no ha ocurrido. “Cuando me dicen que me extrañan, yo apago la cámara para que no me vean llorar”, cuenta

Con un ojo puesto en el trasplante de su hija y el otro en Jean Pierre y Willfran, Astrid sueña con traer a sus niños a Chile y empezar una vida nueva, sin embargo, le parece una meta casi imposible, que observa de lejos con cierta resignación: “Esto es lo que me toca”. 

CUATROS INTENTOS, CUATRO FRACASOS


Hasta la última semana, Jessica Joussef (32) esperó el pasaporte de Rafael (8). O se iba con él o no se iba, ese era el plan, hasta que confirmó que el viaje sería por tierra. “Traerlo en bus por días, sin saber dónde nos iba a pillar la noche, no. No podía arriesgar así a mi hijo”, sostiene hasta hoy.

La gota que rebalsó el vaso cayó en enero de 2019. Trabajaba de 8 a 22 horas como secretaria y se las arreglaba incluso para hacer las tareas con Rafael en su escritorio. Pero a fin de mes, cuando llegó a comprar comida, solo pudo cubrir dos días. Instalado en Chile, en el puerto de San Antonio, su hermano llevaba dos años insistiendo con que se viniera. Y tomar esa decisión, era la única alternativa que Jessica veía para sacar a Rafael adelante. 

Después de 20 días de su llegada sola a Santiago, el niño recibió su pasaporte en Venezuela. Todo iba saliendo de acuerdo a lo planeado, pero desafortunadamente, casi un mes después, entró en vigencia la visa de Responsabilidad Democrática. Ese, dice Jessica, fue el primer gran frenazo que se pegó. 

La única manera de hacer correr el tiempo era trabajando. Su primer contrato lo firmó en septiembre de 2019 en el mismo lugar donde trabaja hoy, un restorán de San Antonio, y en diciembre recibió su visa y su rut. En enero del 2020 solicitó la visa de su hijo y a principios de marzo le notificaron por correo que el documento estaba en trámite. Nunca había estado tan cerca. Solo faltaba que le dieran cita en la embajada de Chile en Caracas, pero llegó la pandemia y en un abrir y cerrar de ojos, la cita que esperaba para abril del 2020 fue reprogramada para abril de 2021. “Tuve que revisar el mail varias veces porque no podía creer lo que leía. En un año cualquiera tal vez me habría alegrado por tener una fecha definitiva, pero en pandemia cada día cuenta. Uno no sabe qué va a pasar mañana”, reflexiona. 

En noviembre del año pasado, cuando faltaban cinco meses para la cita, el Estado chileno suspendió todas las solicitudes. “Su solicitud fue cancelada”. Eso fue todo lo que le dijeron. De toda esta maraña, Rafael entiende solo una cosa: siempre hay un papel que falta. Y mientras eso ocurre, entre turno y turno Jessica siempre reserva un momento para los dos, desde leer un cuento por Zoom hasta una transmisión en vivo de uno de sus partidos de fútbol. 

En diciembre del 2020 Rafael dejó la casa de su abuela para irse a vivir a Colombia con su papá, con quien Jessica mantiene una buena relación. “Su pareja es como mi aliada, porque siempre está pendiente del niño, de sus tareas, de sus vitaminas. Aunque no es su mamá, lo cuida como si lo fuera porque lo adora y eso es un alivio”, cuenta Jessica. 

A estas alturas solo está dispuesta a un quinto y último intento y se aferra a un hecho esperanzador: una orden de la Corte Suprema dictaminada hace dos días, que insta a la cancillería a resolver una de las solicitudes de visa de este tipo en un plazo de treinta días. “Como mamá yo hago lo que puedo. Soy muy consciente de que si pasas mala infancia eso determina tu adultez. Esa proyección es la que nadie quiere ver”.  

PRIMERIZA, OTRA VEZ

En julio de 2016, cuando Jacqueline Jordán dejó su trabajo como inspectora del Despacho de la Presidencia para probar suerte en Bogotá, el plan era ir y venir. Cuidando a la hija de un médico y luego a una pareja de adultos mayores, en Colombia ganaba en una semana lo que en Venezuela hacía en un mes. Y como su trabajo era puertas adentro, sin pagar arriendo o alimentación, casi todo su sueldo lo destinaba a sus hijos: Jeremy (15), Jeremías (11) y Valeri (9), fruto de su primer matrimonio, quienes habían quedado al cuidado de su madre. 

Ocho meses después, cuando la pareja que cuidaba falleció, todo se puso cuesta arriba: más de la mitad de lo que ganaba como encargada de un almacén se le iba en vivir. “Cuando uno deja a sus hijos, el único consuelo es cuando uno manda dinero y soluciona problemas. Me vino una depresión tremenda, me sentí agobiada, desesperada, sin aire”. 

Era mayo de 2018 y en cuestión de días renunció a su trabajo, canceló el arriendo y partió a Ecuador, donde un amigo podía alojarla mientras juntaba dinero. El único trabajo que encontró fue uno independiente, en la calle, vendiendo dulces y chocolates. “Apenas junte dinero, yo les mando”, le decía Jacqueline al papá de sus hijos. “Le voy a mostrar estos mensajes a Jeremy y Jeremías, para que vean que no les quieres enviar”, la chantajeaba él. 

O se quedaba en Ecuador o invertía lo poco que ganaba en dos pasajes: uno a Venezuela para ver sus hijos y otro a Chile, donde acababan de abrir la frontera a venezolanos que tuvieran sus papeles en regla. En esa disyuntiva estaba cuando su hermana la llamó para contarle que el negocio familiar estaba tapado en deudas. En vez de viajar, Jacqueline mandó la mitad del dinero a Venezuela y con la otra mitad se vino a Chile. Si le iba mal, pensó rápido, al menos tendrían el negocio. 

Algunas veces, cuando habla con sus hijos, Jacqueline piensa que nunca debió irse. “Al principio el mayor hablaba conmigo. Me contaba del colegio, que tenía una novia, pero ahora que creció y la mamá no está ahí, simplemente dejé de existir. Yo le escribo y lo aconsejo, y él me responde cuando necesita algo. Es respetuoso, nunca me ha recriminado por algo, pero tampoco me manifiesta lo que siente. La última vez que supe cómo se sentía fue cuando tenía doce años y un conocido lo vio llorando, pidiendo que su mamá estuviera ahí. Ese es un dolor del que uno no se repone, el no poder darles una vida más familiar, menos solitaria”, reflexiona meciendo entre sus brazos a Gaela, su cuarta hija y la única chilena, cuya maternidad ha sido completamente diferente: en sus siete meses de vida, Jacqueline no se ha despegado ni por un segundo de ella.  

Hasta los ocho meses de gestación Jacqueline vivió su cuarto embarazo en total reserva. “Me sentía mal por lo que pudieran decirme o decirles a mis hijos. Que tú mamá se fue, que ahora tiene otra hija, que a ustedes ya no los quiere. Pensar en eso me dolía, por eso preferí no contarlo”, confidencia. Hoy, en cambio, solo agradece. “Todos los días yo le doy gracias a Dios porque la tengo a ella, mi compañerita, que sin quererlo me ha llevado a retomar mi relación con mis hijos”, dice aludiendo a todas las veces que su hija Valeri le pide videos de su hermanita: “Qué linda mami, ahora somos dos niños y dos niñas ¿Cuándo venís? ¡Quiero conocerla!”, le reclama con dulzura, y cuando su mamá ve videos de Gaela, medio en serio medio en broma le dice: “Hija, qué preciosa está, envíamela para Venezuela”. Esa frase, tierna a ojos de cualquiera, a Jacqueline le da escalofríos.