Actualmente hay 18 mujeres privadas de libertad por aborto en El Salvador. En muchos casos, la interrupción del embarazo es involuntaria y las mujeres, generalmente denunciadas por el propio personal médico, son juzgadas y condenadas a penas de hasta 50 años por homicidio agravado. Al interior de la cárcel sufren la discriminación de las demás reclusas por el supuesto delito y una vez fuera tienen que vivir con la estigmatización constante de la sociedad. Aquí reunimos los testimonios de tres mujeres que querían ser mamás, que perdieron a sus hijos tras emergencias obstétricas y que fueron encarceladas.
*Reportaje publicado el 25/05/2021
En 2015 Cindy Erazo (29) trabajaba en una tienda de cerámica y estudiaba inglés en una academia ubicada en un centro comercial de El Salvador. Un día asistió a una de sus clases, cuando de la nada empezó a sentir un malestar en el estómago. En ese entonces tenía un embarazo de ocho meses. Se dirigió al baño, pero al entrar perdió el conocimiento. Media hora después fue encontrada inconsciente con el recién nacido muerto.
La sacaron de ahí, la dejaron en una silla de ruedas cerca de un ascensor y se olvidaron de ella. Cuando despertó, el centro comercial ya había cerrado. Un guardia la encontró y llamó a una ambulancia. Al abrir los ojos, al día siguiente, vio que estaba esposada a una camilla, con un policía a su lado. “Me dijo que tenía una orden de captura por homicidio agravado en contra de mi hijo, que había sido sofocado por mí”, recuerda Cindy. Este delito es cuando una parte atenta en contra de la vida de un menor de 16 años o una persona especialmente vulnerable.
Esa misma tarde fue enviada a una bartolina, un centro de detención previo a la audiencia judicial y al traslado a una prisión en caso de ser considerada culpable de algún cargo. Finalmente el sistema judicial salvadoreño la condenó a 30 años de cárcel. “No podría existir un marco más restrictivo en cuanto al aborto que el de El Salvador, porque es la penalización total. Incluso diría que es de los cinco países en el mundo que persiste con este régimen sin causales de excepción”, explica Sonia Ariza, investigadora del Consorcio Latinoamericano Contra el Aborto Inseguro (CLACAI).
Cindy estuvo presa seis años en la cárcel de mujeres de Ilopango, ubicada en San Salvador. Allí, según consigna Elmundo, viven más de 2.500 mujeres privadas de libertad, cuando en realidad tiene capacidad para unas pocas centenas. En uno de los sectores de la cárcel, duermen 230 reclusas, en apenas 64 colchones. Es decir, en cada uno deben dormir dos o más reclusas y el resto en el suelo.
El caso de Cindy Erazo está lejos de ser el único. Actualmente, hay 18 mujeres encarceladas en el país con motivo de aborto, y esto se explica fundamentalmente por el marco legislativo que tiene actualmente este país.
Por otra parte, la investigadora explica que la razón por la que El Salvador tiene medidas tan restrictivas respecto al aborto se basa también en otros factores -los cuales comparte con otros países de centroamérica-, como el hecho de que es una sociedad muy conservadora.En ese sentido, Ariza dice que, a pesar de que existe una importante movilización social por este tipo de derechos, hay una limitada posibilidad de éxito debido a cuestiones de cultura social y cultura jurídica. De esa forma, señala que los diseños institucionales son menos permeables a este tipo de demandas que en otros países del mundo. “Los reclamos de la sociedad tienen que ver con una parte muy específica de la cultura: con el machismo, con la forma en cómo se instala el patriarcado y cómo han podido navegar las feministas o el movimiento de mujeres” afirma.
Morena Herrera, abogada y defensora de los Derechos Humanos en El Salvador, explica que el Código Penal de su país establece penas por aborto provocado de dos a ocho años. Sin embargo, cuando las mujeres acuden a un centro de salud por una emergencia obstétrica que deriva en un aborto, son consideradas como sospechosas de habérselo hecho voluntariamente. “Esto provoca a su vez la denuncia desde el hospital, ya que tienen un protocolo de sospecha de aborto e inmediatamente llaman a la fiscalía y a la policía”, expone.
En este contexto es cuando cambia la tipificación del delito. Desde el momento en que la fiscalía de El Salvador comprueba que no se trata de un embarazo de 20 semanas, procede a acusar a las mujeres de homicidio agravado – , o de homicidio agravado en tentativa si es que el bebé queda vivo. Esto porque tras el periodo en cuestión se considera parto y no aborto.
Herrera comenta que el delito de homicidio agravado en El Salvador tiene las penas más altas del mundo -de 30 a 50 años en prisión- y cuando es en tentativa son de hasta 15 años. “Entonces eso es lo que explica cómo hay mujeres que en realidad no hicieron nada para interrumpir su embarazo y que son condenadas a penas tan altas. Hemos tenido casos con penas de hasta 40 años de cárcel”, afirma.
Es por esta razón que la activista señala que el país tiene un problema con la ley que penaliza el aborto en cuanto a su interpretación y su aplicación. “Yo creo que si El Salvador tuviera la figura de cadena perpetua, las condenas serían esas”, sostiene.
Estado de injusticia
El 23 de diciembre de 2009, Alba Rodríguez (33) fue a comprar comida para la cena de Navidad cuando comenzó a sentirse mal. Tenía cinco meses de embarazo, pero empezó a dolerle el estómago muy fuerte. Cuando llegó a su casa notó que tenía manchas de sangre en su ropa y llamó a su tía que vivía en la casa vecina para que la ayudara. Fue ahí cuando comenzó la emergencia obstétrica.
Su hijo nació, Alba se desmayó y sólo recuerda dos cosas de manera muy borrosa: el momento cuando el recién nacido se golpeó contra un muro y cómo su tía se lo llevó envuelto en una sábana. “¿Qué hiciste? ¡Ya lo mataste!”, le dijo la mujer. El cuerpo fue velado la noche del 23 de diciembre y a las 06:00 de la mañana del día siguiente llegó la policía a buscar a Alba. La tomaron detenida y se llevaron el cuerpo del niño. “Si yo lo hubiera matado, ¿no cree que me habría ido?”, les preguntó a los oficiales mientras la esposaban.
Alba tuvo tres abogados públicos distintos para las tres audiencias de su proceso judicial. Recuerda que ninguno supo llevar su caso, ya que no se informaron de lo que había sucedido. Finalmente fue condenada a 30 años de cárcel por homicidio agravado. “A una la penan con falta de conocimiento, sin suficientes pruebas y con acusaciones de la policía. Por esta misma razón están muchas de nuestras compañeras encarceladas”, cuenta.
Al recordar los diez años que estuvo en prisión confiesa que su vida allí fue dura. Trataba de no comentar la razón de su encarcelamiento para evitar la violencia y la discriminación por parte de las demás reclusas. Recién en 2012, cuando la Agrupación Ciudadana por la Despenalización del Aborto apareció para ayudarlas, conoció a otras mujeres que estaban en prisión por la misma razón.
Alba formó parte de ‘Las 17’, nombre designado para las mujeres que fueron liberadas por la organización. Finalmente, salió el 7 de marzo de 2019, el mismo día que cumplía 31 años.
“Después de ser condenadas por homicidio agravado es muy difícil salir en libertad, no se logra sin apoyo externo. Nosotras lo logramos por primera vez en 2009 y nos tardamos casi cuatro años”, explica Morena Herrera. Las distintas figuras legales que existen y que han sido utilizadas para sacar a algunas mujeres de la cárcel son la revisión de sentencia, el indulto, la conmutación de pena y los beneficios penitenciarios.
“Nosotras presentamos 17 solicitudes de indulto, pero solo fueron aceptadas para dos. Esto es una especie de perdón, que es difícil de conseguir porque intervienen los tres poderes del Estado: la asamblea, la Corte Suprema de Justicia y el Ejecutivo”, señala Herrera.
Discriminación tras las rejas
Cuando Cindy llegó a la prisión era común que, al llegar la noche, algunas de las mujeres golpearan a las que habían sido encarceladas por abortos. En este contexto fue que un día otras mujeres privadas de libertad la agarraron por detrás, le quitaron sus anteojos y se los quebraron. “Ellas sabían que si me hacían eso me iba a afectar y causar un daño muy grave, porque yo no veo sin lentes”, recuerda.
Además de la violencia física, Cindy cuenta que también se daba a nivel psicológico. Cuando quería comprar algo se lo negaban por estar privada de libertad por el supuesto homicidio de su hijo. “Cuando iba a pedir agua para bañarme tampoco me la daban, por quien era yo”, cuenta.
Por su parte, Cinthia Rodríguez también recuerda haber sufrido violencia durante los casi once años que estuvo en la cárcel El 4 de junio de 2008, cuando tenía 20 años y estaba embarazada de 8 meses, comenzó a sentir un malestar en el estómago. Durante la segunda ola de dolor, nació su hijo con el cordón umbilical enrollado en su cuello. Al igual que Alba, Cinthia perdió el conocimiento y al despertar estaba en un hospital esposada.
Recuerda que lloraba intensamente cuando veía a los bebés en el recinto de salud, pensando en el niño que había perdido. Afuera de su habitación, escuchaba al hombre que era su pareja en ese entonces pelear con el personal médico para defenderla y probar que ella no había tenido injerencia en la muerte del bebé. Los primeros cuatro años de ella tras las rejas, él la visitaba esporádicamente, hasta que un día no supo más de él.
Para las audiencias judiciales de Cinthia también tuvo distintos abogados. “En la última, cuando el juez me preguntó si tenía algo que decir, el abogado se paró y dijo que no. Ahí fue cuando me condenaron a 30 años de prisión”, recuerda.
Al momento de llegar a la cárcel, las demás reclusas ya sabían cuál era el supuesto delito por el cual Cinthia estaba ahí. Una de ellas se había enterado en la bartolina y le contó a las demás, quienes la golpearon. Cuando caminaba por los pasillos otras internas le gritaban cosas como: “Ahí va la que mató al niño”.
Cuatro años más tarde, diversas organizaciones comenzaron a prestarle ayuda a las mujeres condenadas por ese delito y, cuando salió la primera, Cinthia empezó a tener esperanza por primera vez. Fue derivada a una psicóloga para poder tratar la culpa que sentía por la emergencia obstétrica que tuvo e intentó aprovechar al máximo su estadía allí cursando talleres y programas. Además, sacó su bachillerato y trabajó en la panadería de la cárcel durante tres años.
Cuando el trabajo de la Agrupación Ciudadana comenzó a rendir frutos, Cinthia pensó, “si afuera están luchando por mi libertad, por qué no voy a hacerlo yo aquí adentro”. Durante ese tiempo conoció a Alba, con quien compartió cama antes de ser liberadas. El 7 de marzo de 2019, al igual que su nueva amiga, salió con una conmutación de pena tras pasar diez años y 9 meses en prisión.
Criminalización social
Alba, Cindy y Cinthia coinciden en que la reinserción social después de salir de la cárcel es difícil. Las tres tuvieron miedo de ser reconocidas en la calle y ser apuntadas, o peor, violentadas. “Todos pueden hablar, pero no todos saben nuestra historia ni los momentos duros que hemos pasado”, afirma Cinthia.
Desde su experiencia, Cinthia explica que uno de los aspectos más difíciles al salir de la cárcel es encontrar un trabajo formal y un sueldo digno. “Cuando ven que tus papeles están manchados no te contratan. Las personas piensan lo peor”, señala. Dentro de la búsqueda de empleos llegó a un comedor donde le iban a pagar US$ 5 diarios, lo que mensualmente no alcanza a ser ni la mitad del sueldo mínimo en El Salvador.
La investigadora de CLACAI, Sonia Ariza, asegura que el hecho de que la interrupción del embarazo sea un delito es discriminatorio desde su base: solo se puede penar a una mujer por abortar. Además, explica que la situación se agrava por el hecho de la criminalización que viven después de salir de la cárcel. Dice que en Latinoamérica esto sucede a nivel continental y que “hay momentos en todos los países en donde la persecución se ha hecho más fuerte”.
Según Ariza hay veces en que los sistemas de salud y judicial desprotegen a las mujeres al violar el secreto profesional. Teóricamente, este impide la denuncia de aquellas que han tenido una interrupción del embarazo y la entrega de información al respecto, pero en la práctica no siempre se aplica. “Esto tiene que ver con que no se comprende todavía el acceso a este servicio como un derecho humano y como una garantía que no puede ceder tan fácil a la actuación de los funcionarios”, explica.
Este año la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) abordó por primera vez el tema de la criminalización del aborto en El Salvador. La sociedad civil, mediante organizaciones no gubernamentales, denunció al Estado salvadoreño por violar los derechos humanos de una mujer llamada Manuela, quien tuvo un parto extrahospitalario que derivó en la muerte del feto y fue condenada a 30 años de prisión en 2008.
La perito Laura Clérico también declaró ante la CIDH y explicó que la defensa pública invisibilizó a Manuela y que la información que entregó bajo confianza fue usada en su contra durante el juicio penal. “La criminalización afecta en forma desproporcionada a mujeres como Manuela. Hay un perfil de mujer que está siendo criminalizada: mujeres jóvenes, pobres y que viven en la ruralidad“, aseveró Clérico en dicha instancia.
La vida después de la cárcel
Para Cindy Erazo, enfrentarse a su salida de la cárcel fue un proceso contradictorio. Mientras estaba en prisión, lo único en lo que pensaba era en salir y estar nuevamente con su familia. Pero una vez fuera, dice que quería detener el tiempo, porque era un paso muy difícil.
Sobre reintegrarse en la sociedad tras el encarcelamiento, la activista y abogada Morena Herrera explica que las mujeres además, cuando son madres, enfrentan la complicación de reconstruir los vínculos con sus familias. “Entonces, las condiciones laborales, familiares, comunitarias y sociales suelen ser muy duras. Hay un grupo de mujeres que han salido de la cárcel y que han ido creando una asociación, llamada Mujeres Libres. Ellas están haciendo un esfuerzo por apoyarse en ese proceso de reinserción”, dice Morena.
“Me ha costado adaptarme. He salido nuevamente a conocer porque han habido muchos cambios en mi familia y en la sociedad, entonces he tenido que adaptarme nuevamente a entrar sola y a lo que llegue a pasar. Porque en un principio no sabía si alguien me iba a identificar en la calle, si me iban a gritar, si iba a poder encontrar un trabajo porque me iban a reconocer”, recuerda Cindy.
Sin embargo, para ella fue cuestión de semanas poder manejar sus miedos. Empezó a salir sola, “y vi que no pasaba nada”. Hoy Cindy trabaja en una óptica y estudia en la universidad. Además, forma parte de Mujeres Libres, quienes intentan ayudar a liberar a las mujeres que siguen privadas de libertad por abortos. “Es como un convenio: Nos enseñaron adentro y nosotras lo estamos realizando afuera para las que aún están en prisión. Toda la directiva está conformada por mujeres que hemos salido por la misma situación”, cuenta Cindy que, además de ser mamá, es parte del directorio de Mujeres Libres.
Por su parte, Cinthia Rodríguez comenzó a estudiar inglés y volvió a enfrentar la maternidad. “Cuando me dijeron que estaba embarazada me dio un poco de miedo por lo que había pasado con mi primer bebé, pero traté de estar más pendiente de mi embarazo. Marcela (su hija) no va a llenar todo el vacío que mi hijo dejó en mi corazón, pero sí es un motivo por el cual yo sigo adelante y lucho cada día”, afirma.
Según la investigadora Sonia Ariza, la posibilidad de que las políticas internas del país cambien es complicada. “Todos los países de Latinoamérica tienen un núcleo más estructurado alrededor de este reclamo. Pero después tienes a El Salvador, que ya ha dicho mil veces que no le interesa los Derechos Humanos y que esa no es una razón para mover o cambiar su régimen de regulación. Ahí no tienes ninguna alternativa para que la movilización social cambie de alguna manera el proyecto político” concluye.