En uno de los continentes más abundantes en recursos naturales, las mujeres hacen frente a la explotación desmedida y sus catastróficas consecuencias. Verónica, Yuli y María Teresa defienden el medio ambiente en Chile, Colombia y Argentina, respectivamente. En sus comunidades se vive la escasez del agua y sus vidas, por levantar la voz, se ven amenazadas a diario. Sin embargo ellas deciden resistir. Aquí sus testimonios.
Ilustraciones por Chris Cea
Para el año 2030 la humanidad enfrentará un déficit mundial del 40% de agua, y lo cierto es que esto no afectará de igual forma a todas las personas, porque son las comunidades más pobres y las mujeres quienes resultan más vulnerables frente a la escasez hídrica y sus consecuencias.
Hoy son cerca de 1.200 millones de personas las que viven en áreas donde el acceso al agua es difícil. Y en el 80% de estos hogares, son las mujeres y niñas las encargadas de recolectarla. Paralelamente, las y los que tratan de levantar la voz ante la injusticia son castigados con sus vidas. Sólo en 2019 al menos 212 activistas del medio ambiente fueron asesinados en el mundo, según la ONG Global Witness. A un tercio de ellos y ellas les arrebataron la vida en Latinoamérica.
El mismo observatorio hace hincapié en que las activistas mujeres además de terminar muertas, a veces también son víctimas de violencia sexual.
A pesar de todo, hay algunas que ante estas desoladoras cifras resisten: Verónica Vilches de Chile, Yuli Velásquez de Colombia, y María Teresa “Guni” Cañas de Argentina, representan a un torrente de mujeres sudamericanas que hacen frente a la destrucción de sus ecosistemas y la sequía.
No es sequía, es saqueo.
Verónica Vilches (50), desde Petorca, Chile, dice que toda su vida la ha movido el amor por la naturaleza, y cuenta que por defenderla ha tenido que padecer hostigamientos y hasta un intento de atropello, pero a pesar de eso, lo que le pasó el 13 de febrero de 2021 tuvo un impacto muy fuerte en ella.
Las instalaciones del sistema comunitario de agua potable rural de San José, amanecieron pintadas con unas grandes letras de color rojo: “Muerte a Verónica Vilches”, se leía en el muro. Ella dice que tiene bloqueado ese día y que cuando trata de recordarlo le duele el pecho, pero que aun así no desistirá en su lucha.
“Fue muy doloroso cuando vi el rayado. Lo sentí como un golpe porque es mi nombre. Yo no me voy a ir a otro país, voy a defender mi tierra con el corazón y, si es necesario, con mi sangre”, agrega.
Como presidenta de un sistema de agua potable comunitario, su principal preocupación día a día es que no le falte agua a su comunidad, de cerca de mil personas; adultos, ancianos, niños y niñas que se enfrentan a los efectos de la actual megasequía del río Petorca. El caudal que solía ser generoso, ahora está seco. Alrededor no quedan otros ríos, ni pozas, ni vertientes. Y por eso, en 2012, el Estado de Chile la declaró zona de escasez hídrica.
Las imágenes son brutales. El pueblo y las localidades aledañas hoy dependen de camiones aljibe que reparten el agua que ellos y ellas usan para hidratarse, bañarse, cocinar y hacer las demás cosas domésticas.
Según la OMS todos y todas tenemos derecho a la cantidad básica de agua para cubrir nuestras necesidades, que se estima entre 50 y 100 litros diarios por persona. Sin embargo, quienes viven en Petorca reciben menos del mínimo y esto repercute en cosas tan cotidianas como no poder lavar la loza. Mientras, a su alrededor las plantaciones de paltos trepan por los cerros y las piscinas privadas con que riegan estos cultivos están llenas.
Para cosechar un kilo de palta se requieren 389 litros de agua. Y aunque los alimentos producidos y cosechados en estos suelos se exportan con éxito a otros países, sobretodo a Europa, las ganancias económicas no benefician a la comunidad afectada.
Verónica habla con voz firme y se define “campesina a mucha honra”. Cuenta que toda su vida ha vivido en la misma parcela que adquirió su papá durante la reforma agraria en los 60 ‘s. “En esos tiempos éramos sustentables: sembrábamos para nosotros y con el agua del canal regábamos, nos bañábamos y lavábamos”, cuenta. Pero después fue testigo en primera persona de cómo el agua desapareció.
“Luego las parcelas de los lados se convirtieron en relaves mineros y llegaron terratenientes que plantaron hasta agotar el agua del río. Cuando este se secó, empezaron a morir los animales”, recuerda, “Los únicos que no murieron fueron los asnos, que aprendieron a comer tierra y cartón”. Su tono mientras narra estos hechos delata una tristeza profunda.
Verónica cuenta que los hombres, que antes se dedicaban a la agricultura, se fueron a buscar trabajos a otros lados cuando el agua empezó a desaparecer. “¿Quién es la que sabe cuándo falta agua en la casa para lavar la ropa, limpiar y preparar el almuerzo? Nosotras po, las mujeres. Somos nosotras las que hacemos la resistencia”, dice.
En conjunto con otras compañeras del sector, Verónica cofundó Mujeres Modatima, un movimiento femenino por el acceso al agua, la tierra y la protección del medio ambiente.
Sus recuerdos de niña ahora se sienten lejanos en este nuevo escenario seco. “Aprendí de mi papá a amar la tierra”, cuenta. “De chiquitita lo acompañaba al campo a trabajar y comíamos debajo de un pimiento, por eso amo tanto los árboles, porque mis recuerdos están ahí. Cuando yo iba al colegio, pasaba por un puente sobre siembras, y sentía ese frescor, el olor a vida, porque el agua es vida y sin agua, vamos directo a la muerte”.
Peligro en aguas turbias
El 20 de enero de 2021 dos sujetos armados dispararon a través de las ventanas de la casa de Yuli Velásquez (35). Las balas atravesaron los vidrios y rompieron los muros. Sus hijos y ella se tiraron al suelo para resguardarse. Ninguno resultó herido. Si su pareja no hubiese sospechado cuando vio a los hombres a lo lejos, si no le hubiera dicho “entremos”, tal vez hoy Yuli no estaría contando esta historia.
“Recién habíamos estado en casa de una compañera, íbamos a adherirnos a una protesta por el tema de la basura y estábamos organizando toda la logística, pero a las siete de la tarde nos fuimos a la casa, preparé comida para los niños y estábamos reposando afuera con mi marido cuando esto pasó”, cuenta desde Barrancabermeja, Colombia, una localidad donde se ubica la refinería de petróleo más grande de su país, perteneciente a la empresa estatal Ecopetrol.
Lo que le pasó está lejos de ser un hecho aislado, Colombia es uno de los países más peligrosos para los defensores del medio ambiente. Según datos de la organización internacional Global Witness, 64 líderes ambientales fueron asesinados en ese país durante 2019. Ella pudo haber sido una de las primeras de ese listado en 2021.
Yuli es ingeniera ambiental y es dirigente de la Asociación de Pescadores de la Ciénaga de San Silvestre (Apescasan), en Barrancabermeja. La ciudad está al noreste de Colombia, en el distrito de Santander, es de clima caliente y está bañada por el río Magdalena. Además, alberga numerosas ciénagas donde se anida gran biodiversidad de vida acuática.
Hija de un pescador artesanal –quien fue asesinado durante el conflicto armado en el país cafetero– recuerda cuando era niña y ayudaba a vender el pescado que sacaban a diario: bocachico, bagre rayado, blanquillo, coroncoro, arenca y muchas otras especies, que se han ido desplazando por la contaminación de las aguas.
Además de la presencia de la refinería de petróleo, existe un problema con el tratamiento de la basura, cuyo relleno sanitario también es una de las fuentes principales de la brutal contaminación hídrica.
Como defensora del medio ambiente, Yuli realiza estudios en terreno, educación popular y denuncias irregularidades en temas ambientales. “El agua es la base fundamental para todos, pero pareciera que a los poderosos lo que más les interesa es el petróleo. Yo no sé si a futuro a sus familias las van a hidratar con petróleo. Es una locura total”, reclama.
Luego del atentado decidieron junto a su familia dejar su casa en el área rural y mudarse a una zona más poblada. “Dios tuvo misericordia de mí, y me dio la oportunidad de seguir. Yo siempre digo, nosotros los ambientalistas no le hacemos daño a nadie, solo denunciamos irregularidades porque para eso supuestamente está la institucionalidad, pero a algunos no les gusta porque no quieren que todo el país se entere de cómo están contaminando nuestros recursos hídricos”, dice.
Las irregularidades de las que habla las viene denunciando desde 2018, cuando detectó que había recursos públicos destinados a limpiar y mantener la ciénaga de San Silvestre. La suma para la tarea superaba el millón de dólares, pero evidentemente las limpiezas no habían sido ejecutadas y esta era una situación que se repetía año a año.
La organización social Corporación Compromiso filtró un panfleto firmado por miembros de organizaciones narcoparamilitares que tendría en la mira al menos 18 líderes sociales y ambientales de la región.
“Se sabe que en la zona hay diferentes grupos armados, pero yo al menos no he hecho denuncias a nadie de ellos, sino a las empresas, a las industrias y a la misma institucionalidad que se supone que debe protegernos. Entonces queda un sinsabor porque para un poderoso es muy fácil pagarle a cualquier persona para quitarnos del camino”, reflexiona.
“Uno desde la comunidad hace una lucha y trata de oponerse para que esto no siga ocurriendo, pero donde hay plata y hay poder, es difícil”, dice Yuli.
Una esperanza que no se seca.
Desde Mendoza, Argentina, la ambientalista María Teresa “Guni” Cañas reconoce que está en una posición de privilegio al ser una mujer de ciudad, pero que no ha estado exenta de discriminaciones. Son los medios hegemónicos y el Estado los que cotidianamente estigmatizan su lucha según ella. “La misma gente del gobierno nos llama ecoterroristas, terroristas o nazis. En Argentina hay un alto grado de criminalización de la protesta”, cuenta.
“Yo por la calle no ando con miedo, pero cuando hablo frente a un micrófono lo hago con mucho cuidado, porque si te metes con un tipo poderoso después te mandan un abogado”, reclama.
Guni es profesora de biología y se involucró en el ambientalismo hace 15 años, inspirada por su hija, quien estudiaba ingeniería ambiental y militaba en distintos movimientos. Hoy, además de docente es activista e integra Asambleas Mendocinas por el Agua Pura (AMPAP) y el colectivo eco feminista Las Pibas del Agua, entre otras iniciativas.
“Yo conocí una Mendoza de vida sencilla, muy llena de árboles y con acequias para el riego”, recuerda. “De pronto se transformó en una gran ciudad y se están perdiendo los ecosistemas drásticamente. Cada vez vemos nuestras montañas con menos nieve, los glaciares van retrocediendo y todo el este mendocino sufre falta de agua, por lo que han ido desapareciendo los pequeños productores”.
Es paradójico que en una ciudad que se caracteriza por sus vinos, el agua sea tan escasa. Guni comenta: “La industria del vino es glamorosa, pero está en manos de privados que explotan excesivamente el agua y la tierra para producir y exportar”, señala. Lo que ella describe es lo que se conoce como extractivismo: la explotación masiva de los recursos naturales, que trae consecuencias irreversibles.
Según cuenta, otros problemas que afectan la zona son los relaves tóxicos de la minería y yacimientos petrolíferos como Vaca Muerta y sus prácticas de fracking, una técnica para extraer petróleo del subsuelo. Se trata de la perforación de un pozo a gran profundidad, donde se inyecta un líquido a presión para fracturar la roca.
Según datos publicados por CNN, en el 69% de los casos de fracking estudiados se encontró evidencia de contaminación en los recursos hídricos. En este punto, cabe señalar que las aguas subterráneas abastecen de agua potable por lo menos al 50% de la población mundial. Las conclusiones son alarmantes.
“El planeta no necesita ser salvado, va a seguir su ciclo, pero nosotros lo estamos trastocando de tal manera que se está volviendo inmanejable para nuestros modos de vida. En términos humanos trae mucho sufrimiento, y en términos de biodiversidad significa la extinción de muchas especies. Eso es muy grave, ¿qué derecho tenemos?”, se pregunta Guni.
En Mendoza, tal como Guni, hay un grupo permanente de personas que se reúnen en asambleas para compartir información, ejercer presión social contra el fracking y trabajar en torno a diversos temas medioambientales. En diciembre de 2019, con la marcha más grande de la que se tenga registro en esa ciudad, lograron evitar que se derogara la Ley 7722, que prohíbe el uso de sustancias tóxicas en la minería metalífera.
Aunque no le gusta el término participación ciudadana “porque no todas las personas viven en ciudades”, Guni reconoce que la presión social es clave para impulsar cambios en las legislaciones ambientales. Ella cuenta que en las asambleas, la mayoría de las participantes son mujeres. “El movimiento ambientalista está atravesado fuertemente por mujeres y no es casual, las mujeres tenemos una mayor sensibilidad y el pensamiento ambiental parte por ser sensible, empático y lógico”, dice.
“Además se cruzan las coordenadas y, finalmente, una persona pobre, de una etnia marginada y encima siendo mujer, es una mezcla explosiva. Hay una desigualdad intrínseca en el sistema”, alerta. Precisamente la desigualdad permea todo lo relacionado con la escasez de agua, Guni cuenta que en Mendoza hay tanto sectores que sufren sequía como barrios privados con casas que ostentan jardines ingleses.
Según la Unesco, la cuestión es que hay agua suficiente como para satisfacer las necesidades crecientes de la humanidad, pero no la habrá si no cambiamos radicalmente el modo en que se usa, se maneja y se comparte. Se trata de una lucha para cambiar los modos de producción, y en esa lucha contra la desigualdad del agua, las mujeres van en primera línea.