Los discursos de libertad en la actualidad suelen enunciarse desde un cuerpo liberado de ataduras, de etiquetas, de pudores, en donde el “me muestro tal cual soy” implica, más que nunca, la presencia de la carne: es preciso mostrarse para ser, ante lo cual hay un montón de redes sociales al servicio de esa identidad en libertad que pone en primera línea el cuerpo.
A la vez que pareciera incrementarse los manuales y tutoriales sobre cómo obtener una figura perfecta, sobre cómo llevar una vida sana, sobre cómo ser buenas madres, buenas trabajadoras, buenas folladoras. Por lo que esta supuesta liberación no deja de tener su entrelínea, que se lee con mayor claridad cuando entran en juego los cuerpos de las mujeres en la escena pública, política, pero también íntima. Porque basta con mostrar una teta en señal de manifestación sobre alguna injusticia, para desatar la ola de comentarios cazatetas, en donde una simple teta pareciera ser lo único capaz de desestabilizar el orden social, como acusa la escritora Virginie Despentes.
Así lo vimos en su momento cuando la cantante Mon Laferte mostró sus tetas en los Latin Grammy en señal de desaprobación a las violaciones de los Derechos Humanos ocurridos en Chile por parte del Estado, en donde se leyeron comentarios aludiendo que ni siquiera lucían bien, bajo el lente patriarcal, obviamente. O ahora último con el mural pintado por ella misma con una mujer en el centro desnuda que retrata el ciclo menstrual y que arriesga multa bajo explicaciones que van desde la ausencia de permisos, hasta declaraciones que la califican de egoísta e individualista, como opinó el seremi de Cultura, Arte y Patrimonio de la Región de Valparaíso, Constance Harvey.
Continuando con Despentes, detrás de estas declaraciones de incomodidad se esconde lo que se conoce como sexofobia, que vendría siendo el miedo irracional al cuerpo de la mujer y a la sexualización que conlleva. Para aterrizar esta idea, voy a mencionar una anécdota personal, asumiendo el costo que tiene para mí el explicitar mi experiencia como mujer trans, sobre todo en el terreno sexoafectivo ya que, cuando mis potenciales conquistas dan con las columnas en los que abordo el tema, salen corriendo.
Y esto porque lo trans, en cierto punto, continúa asumiéndose como un defecto o un fetiche. Me resisto a ambas. Pero como pesa más mi afán sociológico que mi inclinación por los hombres, voy a pasar a contarla. Resulta que cuando habité una identidad más asociada a la categoría de hombre, en algunas ocasiones apliqué la práctica conocida dentro de las dinámicas homosexuales como cruising, es decir, dar con gente para ligar a través del contacto visual en lugares públicos. Sin embargo, siendo mujer nunca me ha resultado esa técnica.
La última vez fue cuando estaba con unos amigos en un bar y llegaron dos chicos a sentarse en una mesa cercana. A mí me pareció atractivo uno de ellos y fue justamente ese el que empezó a mirarme. Yo respondí a sus miradas. Cuando me estaba preparando para retirarme del lugar, él me hizo un gesto con la mano despidiéndose, señal necesaria para ganar valor y dirigirme a pedirle el número. “¿Me das tu número?” fue lo que le dije, a lo que él me respondió, algo sorprendido y con una sonrisa titubeante, “No, tranqui”.
Según mis amigas, la negativa fue por lo anacrónica de mi solicitud, ya que ahora habría que pedir alguna red social antes que el número. Pero más allá de las múltiples razones que pudo haber tenido él para decirme que no, me detengo en lo que acompañó a esa negativa, el tranqui. Que yo sepa, se lo pedí de una manera tranquila. Sin embargo, cuando nos mostramos deseantes desde la posición mujer y eso nos lleva, por ejemplo, a tomar la iniciativa, pasamos inmediatamente a ser leídas como desesperadas.
Y esa reacción de hombre intimidado es con la que suelo toparme cuando respondo a señales que ellos comienzan dándome de manera bastante explícita. Pero a ellos no les gusta ver sus propias prácticas habitadas desde el cuerpo de una mujer. Así mismo pasó con el mural de Mon Laferte. Ellos vienen dibujando sus penes en las paredes desde hace mucho rato, pero basta que una mujer dibuje a otra desnuda para alegar violencia, falta de tino o egoísmo e individualismo. Porque la mujer y su deseo siempre tienen que estar en función de un otro para ser legitimado por la sociedad.
Aunque, a la vez, sospecho de esos discursos que surgen como contra respuesta a la abnegación devota hacia los demás por parte de las mujeres, a partir de toda esta cultura del yo que ha demostrado ser más controladora que liberadora, despertando sentimientos de culpa cuando no se logra domesticar a ese yo en función de los ideales imperantes que pasan a ser codificados como naturalmente íntimos y personales.
Sin ir más lejos, tanto en las frases panfleteras llamando a ser tú misma, dejando salir la naturaleza de tu ser, como en ciertas discusiones feministas centradas en quién es o no es mujer (véanse las discusiones de las TERF), reaparece la vuelta a lo natural, en donde cuerpo y naturaleza pasan a estar íntimamente ligados. Hace poco una conocida me decía que el ser mujer no tiene que ver con mostrarse provocativa ni usar mucho maquillaje, como observaba en varias chicas trans, sino con ser natural, en donde lo natural se traducía a andar a cara deslavada, a algo estético que, sin embargo, hablaría de la firmeza de carácter, porque consideraba que detrás de la sobreproducción hay solo inseguridad.
Finalmente, con este tipo de comentarios y discusiones se dejan ver los límites de la idea de lo mujer, pensado en singular, que refleja lo entregadas que estamos aún a las miradas de los otros (y de nosotras mismas). A veces, a partir de nuevos formatos, como los de las redes sociales y los discursos que acentúan la libertad con fijación en el cuerpo, y que encubren la puesta en marcha de mecanismos normativos más discretos.
Pero, otras veces, se cuelan comentarios que te hacen pensar que todo lo demás se trata de una pose forzada y no del todo integrada, que al menor descuido queda al descubierto, como acaba de pasar en la reciente transmisión de los Premios Goya de España a través del Facebook de RTVE, donde se escucharon las voces de dos machitos tildando de buena a una actriz, en relación a sus compañeras a las que consideraban flacas como “esqueletitos”, y a otra la ubicaban en el lugar de “puta, puta, de las que cobran” por usar demasiados tatuajes.
Obviamente los nombres de estos especímenes no los conocemos porque ese tipo de comentarios suelen actuar de forma independiente, como si tuvieran vida propia separados de la identidad masculina de quien los porta, mientras los nombres de las dos actrices aludidas ya circulan en casi todos los portales de noticias, y donde las que terminan dando explicaciones de sobra son ellas y no ellos precisamente.
De esta manera, se siguen reproduciendo los límites que nos definen: hay que ser flaca, pero saludable, y no tan flaca como “esqueletito”; cachonda, pero “tranqui” o deseable, pero no deseante; arregladas, pero no tanto porque puedes parecer travesti; con tetas solo para amamantar (en privado, por supuesto) y/o despertar el deseo patriarcal; sin tanto tatuaje porque es de putas; sin dejar rastros de nuestros cuerpos ni en murales ni en ningún espacio o contexto que fomente otro tipo de potencialidades más allá de lo erótico, hasta cierto punto también, porque de lo contrario pasa a ser porno, grotesco y, sobre todo, poco femenino. O, desde la otra vereda, te tildan de regalona del patriarcado.
Eso sí, el cuerpo es tuyo y, como dice el sociólogo Jean-Claude Kauffman, éste pasa a ser vivido como estrictamente personal, esencial y circunstancial a la persona misma. La personalización del cuerpo. Como si el cuerpo fuera de propiedad privada, libre de no hacer sino lo que dicta su cabeza. Pero no hay nada menos cierto que eso, tanto para Kauffman como para la escritora Natalia Ginzburg, que en su ensayo sobre el aborto acusa que el cuerpo nunca fue nuestro porque, así como la vida nos pertenece, nadie logra hacer con ella lo que quiere.