Zapallito Italiano: “Yo saqué del clóset los cuerpos gordos que Chile no quería ver”

En plena pandemia la generación Z revivió a través de Tik Tok a uno de los personajes más populares de la televisión de los 2000.  Viralizando el baile de Ana María Muñoz como la chica techno de Extra-jóvenes, la Zapallito Italiano volvió a saborear la fama en las redes sociales. Acá cuenta su historia. Su infancia en casas de acogida, el embarazo que resultó de un abuso, los afanes de la exposición mediática y el día que la hicieron llorar por ser la gorda de la tv chilena en tiempos donde no se hablaba de feminismo, ni body positive. “A pesar de todo, todavía no vemos a una gorda conduciendo su propio programa”, dice.

Fotos por Mila Belén

Ana María Muñoz ya no vive en la gran comuna de Maipú. Sino en El Bosque junto a su pareja, los hijos de ella y los hijos de él. Tampoco sale en televisión. Ahora da clases de baile entretenido en eventos de empresas y municipalidades. En esas instancias observa a sus alumnas y a las más tímidas les dice que se vistan como quieran, que se maquillen, que se hagan las uñas o que se pongan el pelo de otro color.

Así vive su vida hoy: con 70 kilos menos de cómo la conocimos en Extra-jóvenes a finales de los 90, tiene mechas fucsias en el pelo, usa lentes de contacto azules, rímel, pestañas postizas que se pegan con imanes, perfume floral y distintas pulseras en los brazos que suenan como cascabeles cuando ella se pone a bailar. Tiene las uñas como las de Rosalía: son largas, de color rosado y con acabados encima, como cadenas y brillantes. Habla fuerte, se ríe a carcajadas y siempre se está moviendo, inquieta.

Para este artículo recorrió toda su historia: su infancia en centros de niñas, un abuso sexual que le cambió la vida, su paso por la televisión cuando rompió todos los esquemas por ser una gorda en pantalla, la misoginia que sufrió no sólo por su peso, sino acusada en la farándula de los 2000 por su exmarido de mala madre, lesbiana y narcotraficante.

En 2020, en plena pandemia, para la generación Z su primera aparición en tv como chica techno se volvió viral no sólo en Chile, sino que en el resto de Latinoamérica. Recientemente, tras bajar la estatua del General Baquedano, algunos cibernautas bromearon con que les gustaría ver a la Zapallo arriba de la tumba del soldado desconocido, bailando techno. Aquí sus reflexiones, lejos de las cámaras, a poco tiempo de ver hundirse uno de los últimos programas de los que participó: el de Kike Morandé.

Anita la huerfanita

Anita María sabía que quería ser famosa. Se imaginaba en la televisión bailando, cantando, haciendo reír a la gente y entrevistando a otras celebridades. Veía teleseries y soñaba con vestidos, casas lujosas y peinados lindos. Su vida estaba lejos de lo que ella veía en la pantalla.

En la década de los 80, adentro de un hogar de acogida para niñas en Valparaíso, el resto del tiempo Zapallito pensaba en conocer a su mamá biológica. Se imaginaba que tal vez, influenciada por la narrativa de las telenovelas, su familia podría ser gente rica que la abandonó, pero que volverían por ella para darle esa vida soñada.

Las primeras memorias de su infancia son borrosas, no recuerda a sus padres, sino que llegó a la casa de una cuidadora, una mujer mayor que de repente, por un dolor en el pecho, murió. Cuando Anita la vio en el suelo, salió corriendo donde una vecina: “Le pasó algo a la mami Julia”, le dijo. Tenía cuatro años.

Y de ahí pasó a un hogar de niñas, el Refugio de Cristo, también en la V región. Llegó con lo puesto y sin juguetes.  Allí, en una pieza llena de camarotes, compartía habitación con otras 80 niñas, dice. “Me despertaba en la noche y me iba a robar el pan. Me ponía una marraqueta debajo de cada axila y se las llevaba a las chiquillas. Hasta que un día me pillaron”.

Una de esas noches, Zapallito decidió robarse cerca de 50 empanadas dulces que estaban en la cocina, ya tenía casi 10 años y su idea era otra vez compartirlas con el resto de su grupo. Sin embargo, las cosas salieron mal. Una de las tías la llevó hasta el casino y para hacerle confesar quién había sido su cómplice del hurto, prendió el fuego y la hizo poner las manos sobre la cocina. Ella asumió toda la culpa mientras lloraba y se le enrojecían las palmas. Este hecho, de cierta manera simbólica, parecía anunciar que durante gran parte de su vida, su relación con la comida sería problemática.

Con el paso del tiempo, y por su mala conducta, a Anita María la enviaron a otro hogar en Viña del Mar. “Ahí me sentía cuica. Porque vivir en Viña es de paltona. Yo medía un metro setenta y tenía un cuerpo grande, era la anchita, la rellenita, aunque ahora veo una foto y digo qué lola más flaca. Pero nunca me sentí fea o distinta por eso, nunca me faltaron pololos tampoco”, recuerda.

A pesar de todo Anita se sentía anulada. Repitió séptimo básico, le iba mal en el colegio y prefería capear clases arriba de un árbol, escondida. Generalmente la atormentaba la idea de no conocer a su mamá y por eso no podía poner atención: “¿Por qué a mí? ¿Quiénes son mis papás? ¿Por qué me dejaron?”, se repetía.

No había día en el que no pensara en eso. “Mis compañeras siempre tenían a un puto ser de su familia que las iba a ver, que les compraba cositas, que se las llevaba por el fin de semana. Incluso tuve la oportunidad de que me adoptaran y me llevaran al extranjero, dos veces, pero dije que no, porque yo sentía que tenía que conocer a mi mamá. Me negué”, recuerda.

Anita se vestía con las donaciones que llegaban al hogar o pedía prestada ropa a sus amigas. “Me daba envidia”, dice, “llegaban con zapatos nuevos, blue jeans, chaquetas nevadas que estaban de moda y yo tenía que ir al saco a buscar lo que me quedara ¿Cómo nadie en el mundo iba a pensar en mí? ¿Por qué mi familia no me quería ver?”.

A los 17 años por fin esa espera se terminó. Las tías del hogar en Viña llevaron a Anita a una habitación y la hicieron tomar asiento: “Hay una mujer afuera, es tu mamá y te quiere conocer”. Anita no dijo nada. No pensó en nada. Se le aceleró el corazón. Sus compañeras se asomaron por pequeñas ventanas, impacientes, no se querían perder el reencuentro. “¿Qué quieres hacer? ¿Quieres conocerla?”, le preguntó una de las encargadas. Con el corazón apretado Zapallito dijo que sí. Por fin su sueño se haría realidad.

Entró una mujer que ella describe como guapa seguida de varias siluetas pequeñas. “Era igual a mí, pero más bajita”, recuerda. “Misión cumplida”, pensó apenas la vio. Lo primero que escuchó de su mamá fue: “¡Qué linda que eres, hija! Perdóname”. Ambas se abrazaron largamente antes de que la mujer le presentara a sus medios hermanos.

Ante la escena, el hogar entero estaba llorando y algunas niñas aplaudieron. “Yo quería saber quién era, sentir su piel, el ritmo de su respiración. Empezaron otros días a llegar más familiares: mi abuela, una tía, un tío, vino mucha gente. La monja y la asistente social no iba a dejar que me fuera con cualquier persona, pero decidí dejar el hogar, irme a la casa, vivir con mi familia, cumplir mi sueño”.

El peor error de mi vida 

Anita llegó a una mediagua en el Cerro Rodelillo de Valparaíso. Atrás quedaron las mansiones de teleserie con amplios jardines y camas de dos plazas que ella imaginaba. Dentro de la casa vivían diez personas. “En el hogar yo estaba mejor, teníamos camas ricas y cómodas, un mueble para guardar las cosas, un baño lindo. Aquí había un wáter plantado, las heces se iban cerro abajo, había que tirarles agua con un balde”, dice. Su mamá no la mandó al colegio, le dijo que no era necesario, por el contrario, Anita empezó a limpiar la casa, cocinar y encargarse de llevar y traer los otros niños del jardín.

“A veces me decía ´hoy no hay almuerzo para ti`, o me hacía limpiar, tiraba todas las hueás al piso otra vez y me hacía repetirlo”, recuerda Anita.  También cuenta que su mamá se empezó a poner celosa de la buena relación que ella tenía con su padrastro. “Yo era la única que sabía leer en la casa, entonces me pedían que leyera las cartas o que les escribiera una, él después me invitaba al centro para mandarlas y me compraba una ropa bonita”, dice.

Ahí empezó la violencia física. Su mamá comenzó a pellizcarla, pegarle palmadas en la cabeza y después vinieron golpes fuertes con palos y patadas. “Yo soy chora de internado, entonces le hacía frente, le hacía ver que no tenía miedo, pero por dentro estaba llena de terror. Me dolían tanto las costillas, tenía los ojos morados, y escapé”.

Anita volvió al hogar de niñas, pidió que la dejaran entrar, que esa era su casa, pero le dijeron que no, que ya tenía familia. Sin saber qué hacer, habló con una vecina, y esta le consiguió trabajo como empleada doméstica en un fundo. Recién iba a cumplir 18.

Yo quería ser actriz, hacer reír a la gente, ser famosa, tener plata y lujos. Era como la niña de Annie, que canta tomorrow, tomorrow, estaba esperando ese momento, ese mañana”. Pero todavía faltaba mucho para hacerse conocida. Después de trabajar en varias casas, terminó en una en Santiago, en el sector oriente, donde le daban algunos domingos libres.  En una de esas salidas llegó hasta la Plaza de Armas y ahí conoció un grupo de jóvenes bailarines.

Escuchó los beats de canciones techno-pop y naturalmente se unió. “Eran plenos años 90 y en Santiago ver a una mujer grandota, exuberante y sexona era una cosa muy rara”, recuerda.

Sus primeros amigos en la capital salieron de allí. Se juntaban todos los fines de semana, llevaban radios antiguas, de pila, hacían shows en la calle y pedían plata. “Con esa plata comprábamos más pilas y seguíamos bailando”, dice.

En medio de todo esto, Anita hace una detención. Primero dice que fueron tiempos locos, que si bien no consumió ninguna droga dura, sólo alcohol, ella no estaba bien. Después se queda pensando por un largo rato y llora. Comienza a narrar una de las tantas noches de domingo en las que conocía chiquillos después de bailar. Recuerda que en una discoteca bailó con un hombre y al otro día despertó desnuda en un motel, sin recuerdos. “Hoy puedo decir que fue una violación”, y respira profundo. “Sí, no fue mi culpa, no fue porque yo estaba borracha o porque fuera sexy. No”, sigue, “ las niñas tienen que entender que nunca es su culpa. Yo decía tal vez si no hubiera tomado, no me habría pasado, pero no poh, ningún culiao tiene el derecho de tocarme. Hasta hoy me culpé. Se acabó”.

Cuatro meses después empezó a sentirse mal, enferma. “Una patrona me dijo: ´Anita, tú estás embarazada´”, era caro comprarse un test en esa época, entonces ella me lo regaló y salió positivo.  Ahí me dijo: ‘Pucha, Anita. No te voy a poder tener acá´, y me quedé en la calle”, recuerda.

Volvió a un hogar pero para madres solteras, en Estación Central. “Salí de un hogar y volví a otro”. Zapallito quería abortar pero no pudo por el estado avanzado de su embarazo, entonces decidió dar a su guagua en adopción. “Yo quería que ella tuviera una casa linda, un padre y una madre, yo era un cero a la izquierda, no tenía nada para ofrecerle. Sin estudios, sin pega, sin casa, sin familia”, dice.

Pero cuando nació Francisca, ella decidió quedarse con la niña. “Me la pasaron, yo no la quería ver, pero era perfecta, era un angelito”.

Zapallito volvió a trabajar como asesora del hogar puertas adentro, pero cuenta que cuando la niña empezó a caminar, se convirtió en una molestia para sus jefas. Tuvo que mandar a la menor a la casa de un pariente en el sur y quedarse sola en Santiago, trabajando. “Yo trabajaba de lunes a domingo, todo un mes, para poder juntar días libres y visitarla. Tomaba un bus un jueves y volvía el lunes en la madrugada”.

A los 22 años Anita conoció una nueva pareja y decidieron vivir juntos en una casa, ella volvió por Francisca y se embarazó de su segundo hijo. Para Zapallito esto era un nuevo comienzo. Con niños, sin fiestas, ni bailes en la calle.

Nace una estrella

Instalada en su casa de Maipú, Anita vio por televisión un anuncio; “¡Extra! ¡Extra! Se busca la chica techno de Extra Jóvenes”. Inmediatamente pensó “esta es la mía”. Llegó hasta Chilevisión, que se ubicaba en ese entonces en Inés Matte Urrejola, y esperó en una fila que daba la vuelta a la manzana. “Era una cola gigante, llena de niñas de menos edad, todas flacas. Pero no me intimidaron sus cuerpos”, cuenta.

No pasó por castings, las hicieron entrar en grupos para bailar frente a las cámaras. Ella llevaba un hot pant negro, una polera con botones, botas largas y el pelo recogido con pinches de mariposas.  Además, usaba lentes de contacto de color.  “Me empecé a abrir paso entre todas las yeguas regias, me puse al medio, levanté una pierna, me abrí de patas y me quedé”. Zapallito pesaba 130 kilos y estaba embarazada. “Yo saqué del clóset a los cuerpos gordos que Chile no quería mirar. Les mostré que podíamos ser felices, sensuales y sin rollos”, afirma.

Las votaciones eran telefónicas y Ana María siempre ganó. El público no sabía que ella estaba esperando su segundo hijo, sólo algunos en la producción y un médico que le dio permiso para que siguiera bailando. Ella no quería tener un trato distinto por estar embarazada.  Estuvo siete meses en el plató, moviéndose arriba de un cubo. Finalmente se ganó su primer millón y se convirtió en la chica techno, cerrando los años 90 de manera histórica: una gorda triunfando en la televisión abierta.

“Amplié la casa, hice un dormitorio, un baño con jacuzzi, le puse pastito al jardín y quería hacer hasta una piscina chica”, recuerda. La bailarina dice que tiritaba cada vez que le pedían tomarse una foto con ella o su autógrafo.

Después del nacimiento de su hijo la volvieron a llamar a la televisión para que hiciera una parodia a la porotito verde (María José Campos), una chica Morandé. “Leo Caprile me puso ese apodo, yo lo encontré tierno”. Por ese programa, País V, el mismo donde apareció por primera vez Marlén Olivari dando el tiempo y sacándose la ropa, Zapallo ganaba 500 mil pesos semanales.

País V duró un mes y de ahí en adelante los programas llamaban a la Zapallito para hacer notas divertidas. “Yo era la gorda simpática, sólo habíamos tres en la tele: la Vivi Kreutzberger, la Paty Maldonado y yo”, dice. “Recuerdo que para una nota veraniega me pasaron un traje de baño como de los años cincuenta, porque mostrar piel de gorda era incómodo, era mejor hacerlos reír”, dice. “Yo me prestaba para el show y qué tanto”.

La primera vez que se sintió realmente atacada por su físico fue cuando en el extinto programa CQC la trataron de la ballena que baila. “Me puse a llorar, lloré mucho. Mostraban un video mío y otro de la Porotito, pero de mí se reían. Ella era la sirenita y yo la ballena decían”, recuerda. Entonces fue Paty Maldonado quien la aconsejó: “No mi niña, que hablen bien o mal de ti, pero que hables estos hueones. Pásatelos por la raja. Usted es una niña linda”. Anita nunca olvidó eso y se prometió no volver a llorar por ningún comentario gordofóbico.

“Se me acercaban niñas gordas, muchas personas del mundo gay, para decirme ´gracias por ser como eres, porque yo te vi a ti y me atreví´, y era maravilloso sentir que Chile estaba cambiando”, dice.

Pero de a poco sus apariciones en la tv empezaron a ser más escasas.

El costo de la fama.

En 2005 Zapallito se separó de su pareja y sin trabajo, habló con el productor del reality La Granja VIP y pidió que la dejaran entrar. “Yo viví toda mi vida en comunidad, internada, esto no me iba a costar”, cuenta. Dice que todo adentro era real: les quitaron los teléfonos y “nos cagábamos de hambre”, recuerda. Pero dos semanas después de entrar al reality uno de los productores le contó que su exmarido estaba hablando de ella en programas de farándula: la acusó de abandonar a sus hijos, dijo que ella era lesbiana, narcotraficante y prostituta. “Si me hubiera dedicado a la prostitución tendría la tremenda casa, una empresa o por último me habría operado las tetas y las piernas”, dice, “además yo era una cabra sana, nunca he probado la coca”.

Según ella el canal del angelito, en ese entonces, decidió sacarla del programa y pusieron una competencia física difícil para que ella quedara eliminada. “Se supone que la gente me sacó del programa, perdí por votaciones del público, pero yo sé que a mí me querían”.

Más tarde, en el programa Vértigo del mismo canal, Anita se ganó -de nuevo gracias al público- un auto que más tarde vendió. Y también decidió ir a un show de farándula a contar su verdad, le pagaron casi dos millones de pesos. “Cuando dejé a esa pareja fue porque me levantó la mano y yo me defendí. Nos sacamos la chucha”, recuerda. Sin embargo, los niños se los quedó él. “Yo no tenía nada a ojos del mundo, más allá de las ganas de estar con ellos”. Para recuperarlos, Ana María pagó un año de arriendo en una casa de El Bosque, la amobló y ahí se fueron todos sus ahorros otra vez. Empezó desde cero. Tuvo que volver a ser asesora del hogar.

–   ¿Estabas triste de ya no estar en la televisión?

“Sí, porque yo quería seguir creciendo en esto. Lo pasé pésimo porque de haber tenido tanta fama, una carrera, quedé con nada. Yo quería pulirme, ser un rostro conocido, haber conducido un programa

–   ¿Si fueras flaca habría sido otra historia?

“Yo tuve que bajar de peso por problemas de salud asociados a la obesidad, pero no estaba ni ahí. De hecho, cuando bajé de peso, es cuando me quedé sin pega. Mi trabajo era ser gorda. Yo le mostré al país que los cuerpos gordos podíamos ser sensuales. Que podíamos ser felices. Les mostré con alegría a los cuerpos que nadie quería mirar. Y a pesar de todo, todavía no vemos a una gorda conduciendo su propio programa

Después de pasar por una cirugía gástrica que casi la mató y la volvió a llevar a las portadas de los diarios en 2005, más tarde, en 2017 Ana María fue diagnosticada con cáncer cervical uterino. No lo compartió con nadie y se bancó el tratamiento junto a su actual marido en silencio. Hoy está completamente sana.

“Se me cayó la vida. Uno ama su cuerpo cuando ama su salud. Ahí el cómo se ve el cuerpo pasa a segundo plano. Quiero llegar a la vejez con buena salud, no con un cuerpo perfecto sin estrías o alitas de murciélago. Los kilos van y vienen. ¿Para qué vas a hacer una dieta que te puede matar?”, reflexiona.

Finalmente cree que “las gordas nunca vamos a pertenecer a la televisión, pero lo que ellos no veían venir es que ahora hay otros canales: Instagram, YouTube, todas las redes sociales. Y ahí estamos. Ahí hay gente real”, dice.  En Twitter hay usuarios que tiran la talla con que quieren ponerla arriba de la tumba del soldado desconocido, donde antes estaba la estatua del General Baquedano. Ella se ríe, lo pone en sus redes sociales y disfruta otra vez con saborear esas gotitas de fama. “Yo quiero seguir haciendo feliz a la gente, para eso estoy aquí”

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